Capítulo 4)Yo pagaré el tratamiento

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  VAMOS a dejar mi vida perfecta al margen, y aunque está claro que necesitas a alguien a quien culpar por lo que le ha ocurrido a tu hermano...

  –Tú tienes la culpa –lo cortó ella con un grito furioso.

  –Lo que le pasó a tu hermano es una tragedia, pero yo no tuve ninguna culpa. Él eligió beber más de la cuenta y él eligió ponerse al volante de un coche. Fue su decisión y su responsabilidad. Fue una suerte que no atropellara a nadie.

        Mari se mordió el labio y bajó la mirada.

             –Él quería a tu hermana.

  –No me parece un acto de amor, sino más bien el acto de un hombre débil que no pensó en las consecuencias. Y parece que es algo de familia.   –¡Está en una cama del hospital! –exclamó ella, preguntándose si aquel monstruo tenía corazón.

  –Lo cual es terrible, pero él es el único responsable de su estado. Y me alegro de que no arrastrara a mi hermana con él.

  Mari ni siquiera se dio cuenta de que había levantado el brazo y que estaba trazando un arco hacia su cara hasta que, a pocos centímetros de entrar en contacto con su mejilla, unos dedos que parecían tenazas la agarraron por la muñeca y la obligaron a bajar el brazo.

  No le dio tiempo para que la soltara; se debatió frenéticamente para intentar zafarse. Cuando él la soltó, levantó lentamente la cabeza y su melena cayó hacia atrás, revelando unos ojos llenos de odio, una piel encendida y unos labios entreabiertos que jadeaban en busca de aliento.   Seb dio un paso adelante y sus cuerpos quedaron pegados. Ella no se movió, pero se balanceó hacia él como si respondiera a un cordón invisible que los conectaba. Él observó fascinado cómo se dilataban las pupilas de sus increíbles ojos azules.

  Tenía la boca más apetitosa que había visto en su vida. Y a pesar de las ensordecedoras alarmas que sonaban en su cabeza, no se le ocurrió ninguna razón por la que no debiera saborearla.

  Le puso una mano en la nuca y tiró de ella hacia él, entrelazando los dedos en sus cabellos mientras le colocaba el pulgar de su mano libre bajo la barbilla y agachaba la cabeza.

         Sintió sus temblores al mover los labios sobre los suyos, antes de aceptar la irresistible invitación de su boca entreabierta y sumergirse en la dulce humedad que lo aguardaba en su interior.

  Mari dejó de pensar en cuanto él tomó posesión de su boca. El resto de su sistema nervioso, sin embargo, funcionaba a pleno rendimiento. Y de pronto se encontró besándolo con una pasión desconocida. Por encima de los atronadores latidos de su corazón oyó un lejano y débil gemido que no consiguió asociar con ella.

  Pero en un rincón de su calenturiento cerebro aún le quedaba la suficiente cordura para resistirse. Lo empujó con fuerza en el pecho y el beso se detuvo tan bruscamente como había empezado. Mari se tambaleó hacia atrás, respirando con gran agitación.

       –Te odio –le gritó, frotándose la boca con el dorso de la mano.

             Él permaneció impasible, mirándola con una humillante serenidad.

    –Nada ha cambiado, por lo que veo.

  Temblando, mientras él se comportaba como si nada hubiera ocurrido, Mari se pasó una mano por el pelo, horrorizada y avergonzada por su impúdica reacción.

La  Mujer PelirrojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora