3. Corroído

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- ¿Y bien?

- Y bien ¿qué? – cuestionó Floki todavía desde la cama. Yo llevaba despierta desde poco después de que saliera el sol y ya llevaba un buen rato con el desayuno preparado.

- Ayer dijiste que tenías que contarme algo importante.

- Ah. Claro. – masculló, suspirando con pesadez. – Hoy volveremos a Kattegat.

- ¿Tengo que ir contigo?

- Así es. El invierno está cerca y lo pasaremos allí. – cuando se incorporó y vio por mi mueca que no me hacía especial ilusión, continuó hablando. – Cuando llegan las primeras nevadas, la vida aquí se hace más dura. No tenemos ni medios ni provisiones para aguantar aquí.

Kattegat me resultó menos aterrador que la primera vez que me arrastraron hasta ahí. La gente me miraba con curiosidad al verme acompañar a Floki, aunque ya no parecían acordarse de mi pasado como ladrona. Los primeros días fueron confusos, pues no conocía a nadie salvo a Floki y él tampoco se esforzaba por incluirme, sino que me ignoraba más que nunca. Por suerte, a la reina Aslaug, la actual mujer de Ragnar, le caí en gracia y me mantuvo cerca suyo. Además, necesitaba ayuda con sus dos hijos, Ubbe y Hvitserk. Ella también era forastera y no llevaba demasiado tiempo en Kattegat, así que decía comprender, en cierta parte, cómo me sentía.

Una noche que estaba siendo tan aburrida como cualquier otra cambió cuando un vikingo puso sus ojos en mí. Era joven, de mi edad tal vez, y sabía igual que todos que era una esclava. Aun así, intentó cortejarme como si fuera una mujer libre. Él era muy atractivo, no podía negarlo, y tras un rato hablando empecé a ceder ante sus encantos. Si me hubiera pedido que nos marchásemos del Gran Salón hasta dar con un granero vacío habría aceptado, pero jamás pudo hacerlo porque Floki se presentó a nuestro lado sonriendo. Lo que su sonrisa tenía de amplia, también lo tenía de falsa.

- Siento interrumpir vuestra fantástica velada. – comenzó con ironía. – Pero vengo a llevarme a mi esclava a casa.

Floki me agarró por la muñeca y tiró de mí sin que pusiera impedimento. Dado que mi papel era servirle, habría sido un suicidio revelarme en medio de tantos hombres armados. Por eso preferí guardar mi enfado para cuando estuvimos en su cabaña a solas, sin más espectadores. El sitio era pequeño y no tenía mucho; se notaba que esta no era su residencia habitual, pero no estaba mal del todo. Tal y como me pidió, me arrodillé para prender el fuego, lo cual logré tras tan solo unos minutos.

- No pongas esa cara, Dahlia. – protestó Floki.

- Es la única que tengo. – murmuré, recibiendo como respuesta una risita.

- Así que me haces matar a dos hombres que estaban a punto de violarte, pero te mosqueas cuando te libro de uno que tan solo quería lo mismo de mí. – se burló tras quitarse las capas de piel y sentarse sobre su lecho.

- Estaba siendo amable conmigo. – repliqué, pues ambas situaciones que comparaba no eran similares ni de cerca. – Más de lo que has sido tú conmigo en las últimas semanas, pues pareces hasta olvidarte de mi existencia.

- Pobre Dahlia, tan sola y confusa. Todavía no entiende que es una simple esclava.

- Créeme, sé muy bien lo que soy. – gruñí. – Y aunque te coman los celos, la próxima vez no interrumpas por ello.

- ¿Crees que estoy celoso? – inquirió con notoria sorpresa, sin poder evitar reírse después de pronunciarlo en alto. – ¿Y por qué crees que lo estoy?

- Porque no puedes poseerme y odias pensar que otro pueda hacerlo. – le solté, abiertamente enfadada. – El problema es que no todos tienen el recuerdo de su dulce Helga impidiéndoles yacer con una mujer.

Una dríada en el Valhalla | VikingsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora