33. Lazos familiares

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La guerra terminó con la muerte del Rey Alfred. Sus hombres se vieron indefensos sin su gran líder en el campo de batalla y con tantos vikingos sanguinarios buscando acabar con ellos sin piedad. Algunos se rindieron; otros fueron ejecutados. Si es que queríamos asegurarnos de que este territorio fuera nuestro, debíamos acabar con cualquiera que pareciera capaz de sublevarse. Y después de aquella gran victoria seguida por una enorme celebración, tocó asegurar las tierras y hacer saber a todos los habitantes que su rey cristiano había muerto. Desde ese mismo instante, responderían ante nosotros.

Mientras todo esto pasaba, yo tan solo permanecí inconsciente, recuperándome en aquella tienda y siendo vigilada día y noche por si en cualquier momento mi estado empeoraba. Hvitserk me contó que nunca había visto a Erlendur tan preocupado. Me dijo que había presenciado como nunca antes lo mucho que me amaba al apenas separarse de mi lado, revisar mis heridas constantemente, acariciarme y susurrarme que debía ser fuerte para regresar a su lado. Por otra parte, Erlendur me contó que Hvitserk se había mostrado demasiado apesadumbrado ante la idea de que pudiera perecer, y aunque aquello le hiciera recelar un poco, agradecía su preocupación y la de veces que se había ofrecido a vigilarme mientras él se tomaba un respiro o dormía unas horas.

El caso es que, aunque ya habían pasado varios días desde que desperté, todavía no volvían a tratarme como a una persona capaz de valerse por sí misma. Continuaban vigilándome y me habían prohibido ponerme en pie y caminar por el campamento más que un escaso rato al día. Decían que era lo mejor para asegurarse de que mis heridas no volvieran a abrirse. Lo único bueno era que me hacían caso en todas las órdenes que les daba sobre cómo curarme, qué plantas recoger y cómo preparar los ungüentos e infusiones apropiadas.

El día que desperté y descubrí a Ivar sentado a mi lado casi me da un vuelco al estómago, pero supe disimular mi sorpresa. Como él tenía la mirada clavada en el suelo, aproveché para examinarle de arriba abajo. No me pasó por alto que no llevara su muleta ni la coraza en sus piernas, lo que me dio a entender que habría venido hasta aquí arrastrándose.

- Buenos días. – en el momento en el que hablé, su fiera mirada se posó sobre la mía. Me alegré al ver sus ojos de un color claro; lejos del intenso azul que los teñía la última vez. – No esperaba verte aquí.

Erlendur y Hvitserk me habían contado que Ivar también pasó unos días de reposo para arreglar los huesos de sus piernas que se habían roto en el campo de batalla. Las sanadoras le habían entablillado las piernas y pedido que descansase, pero él se había obcecado en seguir andando, aunque esta vez ayudado de dos muletas para aguantar la mayor parte de su peso con la fuerza de su tronco superior. Y cuando habían tenido que encargarse de algún asunto importante en nuestro nuevo territorio, Ivar había sido el primero en comandarlo. Solo entonces se había vuelto a poner la coraza de metal en la pierna, para poder andar más decentemente, aunque estaba claro que eso le produciría más dolor y haría que sus huesos sanaran más lentamente.

- Me informaron de que ya estabas despierta. – respondió secamente. – Debía venir a verte.

Al parecer, desde que acabó la batalla, Ivar se había negado a acercarse a mí. Tanto Erlendur como Hvitserk lo habían visto deambulando por los alrededores de mi tienda; algunas veces incluso parecía estar esperando el momento adecuado para entrar a verme, pero siempre había acabado negándose. Por eso era una enorme sorpresa que por fin se hubiese decidido a entrar.

- Pues ya estás aquí. – comenté, lo que dio lugar a un prolongado silencio.

- ¿Cómo te sientes?

- Mejor cada día. – le aseguré. – Solo espero el momento en que me dejen salir de esta tienda a mi voluntad. – Ivar asintió, complacido ante mi respuesta, pero no añadió nada más. Me iba a costar sacarle las palabra. – ¿Cómo están tus piernas?

Una dríada en el Valhalla | VikingsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora