Capítulo. III

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Siglo XVIII, 1709, 20 de mayo
10:16 A.M.

Terminé de atar la trenza desalineada, tenía que esperar unos treinta minutos para poder retirar la pasta café arenosa que entinta mi cabello dorado a un bronceado soleado. Me puse una bolsa de tela en la cabeza para no pintar mi piel, porque ya me había pasado antes, aunque sean pocos los minutos en los que esté expuesta a la henna siempre quedan manchas que se quitan días después.

Me di una vuelta por mi habitación, le di un retoque al ramo de flores coloridas que preparé esta mañana y sonreí inconscientemente al ver el pequeño detalle que le quiero regalar. Un ave dejó sobre mi campo una parte de su ser, la pluma más bonita y viva de todas.

Esperé y esperé hasta ver mi nuca un tanto rojiza, entré al baño y en cuanto retiré la tela de mi cabeza sumergí esta en el balde vasto de agua tibia que había preparado. Atraje hacia mí el banquillo de madera sin sacar la cabeza del agua y me senté, apenas y la mitad de mi frente estaba adentro, respiré profundo y poco a poco me deshice de la pasta con las manos.

Pronto el reflejo rojo del agua abundó entre las paredes plateadas del balde, un destello carmesí bronceado me dio directamente a los ojos, provocando una ceguera diminuta. Tomé la toalla blanca, que se encontraba justo debajo de la posición anterior del banquillo, y froté mi cabello con ella. Pronto una masacre sin violencia alguna se formaría en mis manos, sumergí de nuevo mi cabeza y repetí el proceso hasta dejar la toalla uniformemente pintada.

Envolví mi cabello en otra toalla y lo exprimí, lo desenredé con un cepillo de dientes anchos que originalmente era de un tono blanquecino y terminó convirtiéndose en un cepillo de madera falsa, después unté un aceite especial por mis manos y por la cabeza para deshacerme del tinte en mi piel. Esperé a que mi cabello secara un tanto y lo volví a cepillar para acomodarlo, tomé las flores y una bella pluma y me encaminé hacia el salón principal para poder salir de esta prisión.

***

—Mire lo que me encontré —le digo risueña.

—Muéstreme —me pide con una voz débil, abriendo sus ojos para que dos piedras de lapislázuli me examinen—. ¿Pintó su cabello de nuevo? —suspira con una sonrisa divertida.

—Sí —le respondo, dando vueltas en mi lugar hasta hacerlo revolotear, para que me conteste con una risilla.

—Le queda muy bien, puella...

—Es una pluma tornasol, nunca había visto una tan larga —le digo, entregándole la pluma con las dos manos.

Alzó las cejas por la sorpresa y rápidamente se sentó en la camilla, con suma delicadeza la tomó entre sus dedos y la observó con una sonrisa inmensa.

—Es de un quetzal, Dabria —exclama contento—. Estas aves ni siquiera son de aquí, van mucho más allá de otro continente. ¡Te diría que es imposible que haya aquí!, pero la pluma me contradeciría.

Me contagió su alegría en cuestión de segundos, parecía un niño de nuevo, un pequeño que acaba de encontrar uno de los tesoros más grandes de su niñez.

Me recuerda al día en donde le regalé a ella unas amapolas silvestres que pisó, me reí por la memoria que compartimos y el mayordomo me miró sonriente, también recuerdo que le entregué una parte de mí ese día. Le confié a mi tesoro más sagrado la parte de mi corazón que más amo.

—¿Entonces esas aves no son de por aquí? —le pregunto curiosa, tomando asiento frente a él.

—De qué se ríe, puella, cuénteme para yo carcajearme también —me exige con una sonrisa contagiosa.

El Caballero de la Reina II [La caída del reino]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora