2. Los únicos ojos conocidos

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La puerta de la frontera parecía un mar metálico, lleno de coches sonidos estridentes y de olor a humo. Adriana se asomó por la ventanilla, con la nariz fruncida por el olor intenso de la gasolina. No necesitó más de un par de segundos para volver a subir la ventanilla.

—Demasiada gente, sí — se masajeó la frente, preocupado. — Nos toca esperar...

La radio no se volvió a encender: a ninguno de los dos les apetecía escuchar música. Sabían que en poco tiempo, pese a que la caravana vaticinase lo contrario, iban a vivir la segunda despedida más dura de sus vidas.

Su padre iba a hablar cuando un policía llegó andando hasta su coche, golpeando levemente el cristal del conductor. No pudo evitar un ligero respingo al oír el ruido y al ver un cuerpo gigante y vestido de negro, con gafas de sol incluidas. Sus manos enguantadas llevaban una lista de papeles mecanografiados. Su padre bajó la ventana rápidamente, encendiendo el motor de su coche.

—Fuerza de Defensa Fronteriza —dijo como presentación. Apoyó su brazo en la puerta del coche y se agachó hasta ver a los pasajeros del coche—. ¿A qué han venido?

—Mi hija viene a estudiar a Grad —respondió su padre, con deje de orgullo en su voz. Hizo un gesto a su hija—. Enséñale los papeles, Adriana.

Sus manos estaban torpes: nunca le habían gustado los policías. Dio todos los papeles a su padre, dejándole a él la responsabilidad de elegir cuáles elegir. El policía, pese a su apariencia autoritaria, esperó pacientemente. Cogió los papeles murmurando un "gracias" y buscó la información que a él le interesaba.

—¿El Círculo de Artes? —dijo en voz alta—. Es un buen sitio —comentó, y devolvió los papeles a su padre—. Me temo que vas a tener que venir conmigo, Adriana.

No supo qué la preocupó más: si aquella frase o el rostro tenso de su padre al escucharla. El joven guarda mostró una mano en señal de calma.

—Ha habido un aviso de atentado. Algún grupo de marginados, que han decidido dar problemas. No va a poder entrar hasta la barrera principal, señor, ya que está reservada a transporte especial. —Tuvo que subir la voz por culpa del rugir de los motores y de los pitidos—. Tendrá que irse por la siguiente salida, que está a unos metros a la derecha.

Procesaron las palabras del guarda durante unos segundos, y Adriana sintió un mordisco de miedo en el estómago al pensar en lo que podría ocurrirle en Grad, y sobre todo cómo lo pasaría su padre si ella era víctima de un atentado. Si su padre estaba pensando lo mismo, lo mostró con un suspiro de resignación.

—¿Y va a tener que ir andando con la maleta? —dijo su padre, aunque más que una pregunta era la confirmación de que aquello era una locura.

El guarda encogió los hombros.

—Órdenes de arriba, señor, lo siento. —Pese a que las gafas de sol eran oscuras, pudo ver su mirada tras ellas—. Yo puedo ayudarla.

—Pues vaya... — masculló su padre con fastidio, golpeando con levedad el volante. Tras unos pocos segundos cogió aire, relajado el rostro—. Las cosas están en el maletero —indicó al guarda.

El joven asintió y no esperó más señales: el arcén comenzaba a llenarse con gente y maletas, y Adriana sería otra más en aquel océano de personas confundidas y policías con equipaje. Observó por el espejo retrovisor cómo el guarda abría el maletero, sacando sus pertenencias y dejándolas en el suelo.

—Dame un abrazo, anda —su padre se quitó el cinturón y se acercó a ella, estrechándola contra él—. Y por favor, vuelve pronto.

—Llámame cuando llegues —fue capaz de decirle, demasiado nerviosa como para pensar en una despedida apropiada. Se apoyó en el hombro de su padre y olió su colonia, cálida y con un toque a incienso—. Te echaré de menos.

La guerra de lo invisible - el gran talladorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora