23. Evans

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Acompañó a su padre a todas sus actividades durante el fin de semana, y una de ellas era su favorita: el mercado. Todos los sábados por la mañana el mercado se desplegaba en la enorme avenida de Taun, y a ella venían desde granjeros de otros pueblos a personas que decidían vender su propia cosecha o los objetos que ya no usaban.

—¿Necesitas algo? —preguntó su padre mientras revisaba la lista de la compra—. Por si quieres llevarte algo para Grad...

—No creo que haya nada que no pueda comprar por allí —murmuró, con la mirada perdida en los puestos.

—Y cuanto menos equipaje, menos problema os pondrán en la frontera —el ceño de su padre se frunció unos segundos, y se detuvo—. Voy a ir a coger algo de fruta.

—Yo voy al puesto de las flores —dijo, con la sonrisa ya preparada para la mirada de incredulidad que le dedicó su padre.

—No compres ninguna —advirtió con suavidad, y le dedicó una sonrisa suave—. Que cuando te vayas me va a tocar cuidarlas a mi...

Se despidieron y Adriana se hizo paso entre toda la gente de Taun y de los pueblos de alrededores para acercarse al puesto de las flores; la mujer que lo regentaba le dedicó una sonrisa antes de comenzar a atender a otros clientes, y Adriana aprovechó la cantidad de gente en el puesto para hacerse invisible y pasear entre los pasillos de macetas, observando los colores vivos de las plantas, sonriendo solo con el olor.

Se detuvo delante de una de ellas, aunque antes su mirada se posó en el suelo; a pocos centímetros de su pie había un sello dormido, apenas visible por el asfalto de la calle. Suspiró y volvió la vista a las hojas de la planta, consciente de que cada vez le costaba menos ignorar los sellos y las tallas.

—Es una flor muy bonita —escuchó decir a un hombre a su lado.

Cuando levantó la cabeza para mirar, sus hombros se irguieron y su mano arrancó, sin querer, la hoja que sujetaba. El hombre que había visto el día anterior en el templo se encontraba allí, vestido con unas gafas de montura negra y con el mismo pelo y barba enmarañado que llevaba el día anterior. Y su sonrisa fue igual de amable y cordial que en el templo. El hombre titubeó y levantó la mano para restar importancia a sus palabras; cuando agachó la cabeza, sus ojos también fueron al sello que había en el suelo, y que ninguno de los dos había pesado.

—¿Tú también lo ves? —Adriana agachó la cabeza de nuevo a la planta, aunque era incapaz de mantener la compostura.

Parecía que su acompañante tenía más experiencia que ella; se cruzó con ella y se agachó para mirar una de las macetas, lo suficiente cerca de Adriana como para hablar con ella.

—Ten cuidado con quién preguntas esto —murmuró, más como consejo que como advertencia—. Siento mucho lo de ayer en el templo. ¿Es la primera vez que lo sientes? —Adriana levantó la cabeza, con el ceño fruncido—. ¿Qué sientes la atracción de una de las tallas?

Esta vez le miró, y el hombre se irguió, quedándose a centímetros de ella; sus ojos estaban cansados, y su frente surcada de arrugas.

—Me han dicho que es peligroso —acertó a responder Adriana.

El hombre asintió con la cabeza.

—Lo peligroso es la gente que las activa y las amplifica, no su naturaleza... —su mirada se oscureció unos segundos, y aunque iba a seguir hablando su boca se quedó abierta, mirando algo por encima del hombro de Adriana.

Cuando Adriana iba a preguntar qué pasaba, sintió una mano en su espalda. Esta vez controló el respingo y cerró los ojos unos segundos antes de mirar al hombre; había agachado la cabeza y vuelto su interés a la maceta que estaba viendo.

La guerra de lo invisible - el gran talladorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora