14. Grabado en su retina

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Adriana se separó de Iván de forma inconsciente, dando unos pasos hacia la Catedral: las grandes cristaleras se mantenían intactas, iluminadas por enormes focos desde el exterior, que resaltaban la vivacidad de los colores. Subió la cabeza poco a poco para ver las dos torres que decoraban su fachada, con la cúpula de fondo, a oscuras.

—Es preciosa —murmuró, consciente de que estaba dando profundidad y altura a las fotos que llevaba años mirando.

Iván asintió, con las manos en los bolsillos de su pantalón y una sonrisa suave en su rostro. Adriana le miró, y supo que él tenía la mirada perdida. Volvió instantes después, sin abandonar la sonrisa.

—Lo es... —meditó, y acto seguido la miró— ¿Entramos? Si te encanta por fuera, ya verás qué bonita va a estar por dentro. Dicen que los juegos de luces son fantásticos.

—¿Nunca has entrado? —le preguntó mientras se colocaban en la fila para entrar.

Iván asintió, aunque sin decir nada; enseñó las entradas a uno de los guardias, que asintió antes de dejarles pasar. Tras ello echó una mirada rápida al guardia.

—Entré una vez con un amigo, pero era de día, y fue mientras nos dirigíamos al almacén... así que no, será una sorpresa para ambos.

La entrada principal se situaba en una de las naves laterales de la Catedral: lo que antes fue un lugar de culto, seguramente con una figura de algún dios naturista, ahora se había convertido en un hall con alfombras artesanales decorando el suelo y una lámpara de araña colgada en el techo. Iván revisó las entradas y señaló una de las puertas que daba a la nave principal. Adriana le dio la mano y le siguió, entrando a la gran sala.

Ambos se detuvieron en el medio del pasillo para contemplar la enorme nave donde se encontraba la Catedral: especialmente la cúpula, una construcción de varios metros de diámetro y pintada de rojo y dorado y por ahora tenuemente iluminada. Adriana paseó por el edificio sin saber dónde mirar, sorprendida por las dimensiones.

—Adriana —Iván la dio unos golpecitos en el brazo, y no supo cuánto tiempo había pasado. Adriana se dio cuenta de que la mayoría de la gente ya estaba sentada—. Ven, va a empezar.

Iván señaló el escenario, donde los músicos se preparaban y afinaban los instrumentos. Ya estaban en los asientos cuando la luz comenzó a atenuarse. Adriana cogió la mano de Iván y la apretó con nerviosismo. Iván, a su lado, le devolvió el gesto en forma de caricia, revolviéndose en su asiento.

Los instrumentos dejaron de afinarse, y Adriana vio, en la penumbra, que el director de orquesta se colocaba en su posición. Todo el público se quedó en un expectante silencio, y solo en ese momento una voz masculina se alzó, potente y melódica. Cantaba con energía, y los instrumentos se alzaron con él, en armonía. El público comenzó a aplaudir para dar la bienvenida al primer acto.

Sentía la piel de gallina y la emoción contenida en el pecho, aplaudiendo con fuerza. El escenario se llenó de juegos de luces que bailaban en el escenario, a la espera de sus protagonistas. Los aplausos se intensificaron cuando el cantante principal apareció en escena.

Pero algo más llamó su atención con tanta intensidad que tuvo que levantar la cabeza.

Lo primero que había diferenciado era un juego de luces rojizas y anaranjadas, similares a los focos que habían decorado la Catedral antes del espectáculo; aunque ahora esas luces provenían del techo, donde antes los focos no llegaban. Levantó la cabeza con curiosidad, y consiguió ahogar un grito de sorpresa a duras penas.

La cúpula brillaba con fuerza, gracias a los miles de líneas y trazos que vestían todo el interior. Supo que aquello era como los dibujos que había visto en la calle, como la pintada del joven que había huido, como la señal que había visto en la clase del Círculo, pero mucho más elaboradas; abrió los ojos todo lo que pudo, impresionada por el espectáculo de luces, y no pudo evitar sentir la aprensión de ser insignificante, de saber que aquello tenía más poder que todos los que se encontraban en el lugar, que si quisiera podrían ser aplastados por esas finas y alagadas cuerdas rojizas. La intensidad del dibujo variaba según la música, y parecían acompañar a los aplausos y a las palabras de los actores.

La guerra de lo invisible - el gran talladorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora