20. Los marginados

9 3 1
                                    


—Podrías pasar de tu vida y del resto de gente cuando no esté en la maldita formación del programa —masculló Iván tras el teléfono. Su voz se perdía por culpa de las interferencias.

Adriana se quedó en silencio, sin darle la razón; le llamó al día siguiente, sin esperanzas de poder hablar con él. Tras el encontronazo con el sello en su pared y la visita al altar del niño muerto se había olvidado de llamar a su padre o a Iván. Su pareja suspiró al otro lado del teléfono.

—Por suerte vuelvo en un par de días —su voz sonó aliviada al otro lado—. Nos veremos pronto. Así evito que sigas ignorándome.

Sonrió pese a que su pareja no lo veía; había sido una semana extraña para ella, donde no había tenido tiempo ni de pensar en él. Pero ahora que escuchaba su voz grave al otro lado del teléfono no había nada que deseara más que tenerle cerca de nuevo.

—¿Quieres que vaya a la estación? —sería la primera vez que le vería salir directamente del programa, y temía que su pareja se negase.

Iván, en cambio, respondió con suavidad.

—Claro que me apetece, Adriana... —no supo si el silencio era un titubeo o solo una interferencia—. Dime si tienes un papel por ahí, y te digo la estación y la hora...

Colgó tras un par de minutos en los que no pudieron hablar de nada importante; se imaginaba a Iván vestido con el traje gris de soldado, en una sala repleta de gente que utilizaba el teléfono y bajo la vista de los guardias. Sintió un escalofrío en su espalda solo con aquella imagen.

Al día siguiente acudió al Círculo sin haberse recompuesto de todas las noticias de la semana pasada; Naila la saludó con un gesto de cabeza tan vago como el que dedicaba al resto de alumnos. Adriana, en cambio, aguantó la mirada unos segundos, y acabó acercándose a ella. No había llegado a su lado cuando habló.

—Ya he hablado con él, Hare —Naila revisaba un papel con los nombres de los alumnos, sin mirarla. Si alguien les estaba observando, solo pensarían que la profesora la ignoraba—. Te contactará en unos días. Y ahora, espera. —levantó la mirada y señaló al fondo de la clase—. Tu compañera Noa ha vuelto. Quizás eso es más importante.

Adriana se giró sin responder a Naila, y la profesora tampoco lo esperaba; volvió la vista a su lista y siguió murmurando los nombres en voz baja. Alex y Noa hablaban en la última fila de la clase, sin haberse percatado de que Adriana había llegado. Aprovechó esos segundos para observar la palidez de Noa, las bolsas oscuras debajo de su rostro. Fue Alex quién la vio venir, y su sonrisa se ensanchó.

—¡Mira a quién tenemos de vuelta! —dijo, señalando a Noa. La chica entrecerró los ojos y miró a Alex—. ¿Podemos volver a Bartística de una vez, por favor?

—Noa —Adriana dejó los libros en la mesa libre y se apoyó en ella, cruzándose de brazos—. ¿Cómo te encuentras?

Noa encogió los hombros, y una ligera sonrisa iluminó levemente su rostro.

—Al menos puedo levantarme de la cama para ir a otro lugar que no es el baño —murmuró, y enarcó una ceja al ver el mohín de Alex—. ¿No quieres más detalles? —dijo a su amigo, de soslayo.

—Lo siento, Alex, pero me da que Bartística tendrá que esperar —bromeó Adriana.

—Allí también sirven poleo menta... —murmuró, y su mirada se elevó por encima de sus compañeras, hacia la puerta. Los hombros de Alex se hundieron, y su gesto pareció cansado—. ¿En serio? ¿Otra vez un análisis?

Adriana se giró con más rapidez de la que una persona inocente haría; por la puerta entraba un policía de la ciudad de Grad, con la distinguible placa de color plateado y el uniforme azul oscuro. Naila no apartó la mirada del hombre que se acercaba a ella, cada vez más tensa, como un gato a punto de saltar contra el peligro.

La guerra de lo invisible - el gran talladorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora