27. El Grad Subterráneo

3 2 0
                                    


Aunque Evans salió del Círculo detrás de ella y más inseguro que cuando había entrado, a medida que se alejaban del barullo del centro histórico comenzó a encontrar la confianza que había perdido. Adriana le siguió y disfrutó en silencio de su transformación.

—¿Has ido a Naila a pedir su perdón o el mío? —preguntó cuando andaban por una de las calles, a solas.

Evans paseaba la mirada por los balcones de la calle, con un gesto de desinterés en el que nadie repararía; Adriana ignoró los sellos que vibraban en la calle.

—He ido a aclarar las cosas antes de que fuera Naila la que tirase mi puerta abajo... la temo más que a la policía —masculló mientras se rascaba la nuca—. ¿Quieres un café? —preguntó.

A la vez que preguntaba, se detuvo delante de una cafetería; Adriana observó el enorme escaparate y la calidez del interior, revestida de madera y llena de plantas y de cuadros de colores suaves. Por primera vez en todo el viaje sintió el frío y la humedad del exterior, como si su mente ya estuviera junto el olor a café.

—¿No me habías dicho que era peligroso hablar de todo esto en público? —Adriana se tensó y pensó que podía ser otra de sus pruebas.

La inocencia con la que negó Evans fue sincera.

—He preguntado si quieres un café, no tramar planes malévolos —sonrió ante su propia broma, y como si Adriana ya estuviera convencida, se acercó a la puerta y la abrió, retirándose para dejar pasar a su compañera—. Venga, aquí hacen muy buen café.

El olor del interior y la campana que sonó sobre la puerta fue lo único que necesitó Adriana para ser convencida; pasó al interior y observó las mesas con una media sonrisa. Evans se dirigió al fondo del local, en uno de los sillones libres y lejos de la vista del exterior.

—Si no estuviera contigo, me pondría a dibujar —murmuró Adriana mientras se quitaba la cazadora, dejándose caer en el sillón.

Los ojos de Evans acompañaron a su sonrisa, y Adriana sintió un mordisco de nerviosismo en el estómago del que no supo su procedencia. Su amigo se quitó la chaqueta cuando ya estaba sentado, y gracias a ese movimiento pudo ver un tatuaje que se extendía bajo su cuello, como si rogara salir de debajo de su camiseta. Se quedó mirando la yugular de su compañero, pensando en cómo sería el tatuaje, en cómo el negro del dibujo pasaba inadvertido sobre su piel oscura...

—¿Adriana? —Evans ya había dejado la chaqueta a un lado y se encorvó para buscar su mirada—. ¿Sabes qué te apetece?

Adriana abrió los ojos con sorpresa al ver al camarero a su lado, con el lápiz apuntando al papel en el que pretendía coger la comanda. Evans se arrellanó y se cruzó de brazos, con la nuca apoyada en el sillón. Estaba disfrutando de la situación.

—Un café con leche, por favor —murmuró, deseando que la vergüenza que sentía no se plasmara en sus mejillas.

—Para mí un harakiri negro —Evans bajó la voz para no molestar al resto de mesas.

—¿La leche cómo la quieres? —le preguntó la camarera, concentrado en su nota.

—Bastante caliente... —murmuró Evans con indiferencia, paseando la yema de sus dedos por la superficie de la mesa.

—¿Y tú? —La camarera se giró hacia Adriana.

—Del tiempo —Adriana no apartó la mirada de Evans, y cuando la camarera se alejó le miró con curiosidad, hasta que el silencio hizo a su amigo levantar la cabeza—. ¿Qué tipo de café has pedido?

Evans había extendido las manos sobre la mesa, y jugueteaba con sus dedos; al escuchar la pregunta de Adriana se detuvo.

—Es un café largo con especias picantes —frunció el ceño al ver el gesto de desagrado de Adriana—. No está mal, ahora te dejo que lo pruebes.

La guerra de lo invisible - el gran talladorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora