13. La Ópera de Grad

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Lo único que la animaba a despertarse cada mañana era volver a ver el enorme dibujo de la clase del Círculo, visitarlo en silencio y a hurtadillas, terminar la clase y aprovechar la luz del sol para pasear por el extrarradio, cada día con menos miedo de acercarse al dibujo que había visto hacer al encapuchado; a su alrededor había muchos más, pero aquellos dos eran sus paradas habituales.

Fue a raíz de su paseo que comenzó a interesarse por los marginados; los vecinos del lugar dejaron de desconfiar de ella al verla reponer las flores o encender las velas apagadas, y gracias a eso comenzó a escuchar conversaciones en los que hablaban de familiares que estaban encarcelados en Ekrado, o que habían conseguido traspasar la frontera y llegar a pie hasta la zona más concurrida de Grad.

También atendía más a la radio cuando ésta hablaba con enfado de la situación de los marginados en Grad, de cómo el Ejecutivo Central y el gobierno del presidente Eulen invertían cantidades enormes de dinero para "fortalecer" las fronteras que les separaban con los salvajes de Ekrado. Y cuanto más lo escuchaba, más grande ea la rabia que sentía.

Estaba anocheciendo y se encontraba en su terraza, tras la vuelta de su paseo y con la luz encendida; pese a la hora tenía un café apoyado en el suelo, y dibujaba ensimismada los símbolos que veía a su alrededor, la mayoría repetidos, en un intento de simular una magia que ella no conseguía. Frunció el ceño y usó la yema de uno de sus dedos para recorrer el camino del lápiz, cómo había hecho el hombre encapuchado; lo único que consiguió fue mancharse el dedo de grafito.

—¿Ahora tengo que venir a hurtadillas a tu casa para verte? —escuchó desde la calle.

Cerró el cuaderno como acto reflejo y se levantó para poder ver por encima del enrejado, Iván observaba el balcón vestido con pantalones vaqueros oscuros, americana y camisa. Extendió los brazos con una sonrisa en su rostro.

—¿Has venido tan elegante para que te abra? —preguntó Adriana, apoyada en el balcón.

—Tengo una sorpresa para ti —Iván levantó las cejas en un gesto de interés—. Pero te lo diré cuando esté dentro.

Adriana no preguntó, se acercó a la puerta y le esperó en el umbral, con una media sonrisa en los labios; le observó en silencio mientras subía, segura de que aquella ropa debía significar una venta importante. Solo desvió la mirada a sus ojos cuando Iván levantó la cabeza.

—Perdona que me presente sin avisar —Iván se apoyó en el umbral y le dio un beso largo y cálido, sin separarse apenas—, pero últimamente es imposible verte de otra forma.

Llevó sus manos al pecho de Iván, no para retirarle, sino para cobijarse en el pequeño hueco que tenía entre la puerta y él, olvidando por unos segundos su nueva realidad.

—He estado un poco desaparecida, sí —admitió, y cogió la mano de Iván para entrar en la casa—. Pero ahora estás aquí así que... no me puedo librar de ti —murmuró, con un encogimiento de hombros.

Iván solo respondió con una sonrisa, y se dejó llevar al interior de la casa; Adriana le contempló, contenta de saber que Iván no le preguntaría más allá de cómo se encontraba. Llevaban meses en una relación a distancia, donde él, por el programa Berek, tenía que desaparecer durante semanas. Sabían que a veces era mejor ignorar algunos aspectos de la vida del otro, y Adriana no supo si aquello era una mentira o funcionaba de verdad.

Y ahora que ella empezaba a codearse con marginados y a entender por qué los rebeldes pedían la apertura de fronteras y atacaban al Ejecutivo Central, era mejor tener una pareja que no hiciera preguntas.

—Aunque he pasado —murmuró Iván con la americana colgada de su brazo—. Lo he hecho solo para que tú te cambies de ropa. Nos vamos a la Catedral de Grad, a ver una ópera. Te va a encantar.

La guerra de lo invisible - el gran talladorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora