1. Considerando la mudanza a Mercurio

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Cancún, 1998

Podría decirse que me enamoré de ella desde el primer instante en que la vi, pero eso significaría minimizar mis sentimientos a una mera atracción, cuando en realidad, lo que me cautivó fue su mente y lo que me ha mantenido profundamente enamorada de ella por años, es su personalidad.

Cuando me entrego a los recuerdos, sin embargo, me descubro repasando ese primer encuentro, la primera mirada, la primera sonrisa y el modo en que mi cuerpo entero reaccionó ante su presencia.

Ese primer encuentro sucedió la noche de un sábado de mediados de junio, durante la fiesta anual de la farmacéutica para la cual mi papá había estado trabajando por casi dos décadas.

Era el tercer año consecutivo que mis adorados progenitores me obligaban a acompañarlos a ese evento plagado de señores cincuentones que disfrutaban de fanfarronear sobre las cantidades obscenas de dinero que ganaban y la opulencia en la que vivían, así que llegué a la fiesta portando mi actitud más desinteresada; necesitaba que los compañeros de mi papá me percibieran distante e inaccesible porque no tenía intenciones de padecer sus conversaciones banales por tercera ocasión.

Para mi fortuna, mis padres se encontraron con algunas de sus parejas favoritas casi tan pronto como pusimos pie dentro del salón del hotel. Así que, mientras ellos se entretenían estrechando manos e intercambiando historias, mi plan de escape resultó más fácil de ejecutar de lo que hubiera esperado.

Me escabullí hacia el jardín y caminé hasta alejarme del ruido, y también de los fumadores que habían encallado cerca de la salida —mientras desenredaba los audífonos de mi reproductor de MP3— un Sony Walkman azul que me acompañaba a todos lados.

Una escalinata que bajaba hacia el área de la alberca marcaba el final del jardín. Miré hacia atrás, decidiendo que era un trecho bastante saludable entre el evento y yo. Esos anchos y elegantes peldaños de piedra me parecieron el lugar perfecto para sentarme a disfrutar de la brisa salada y de la belleza infinita del firmamento fundiéndose con el océano en la distancia.

Estaba bien entrada en mi viaje personal, soñando despierta con probar, finalmente, la libertad que prometían los cuatro años universitarios que empezaría a cursar en la segunda semana de agosto, cuando una presencia se materializó de la nada, tomando asiento a mi lado. Me retiré los audífonos mientras mi dedo pulgar pausaba la canción que estaba escuchando.

—... voy a tomar tu silencio como un «no» —dijo mientras se sentaba a unos centímetros de mí y dejaba sobre sus piernas un bolso de mano plateado que contrastaba con la seda negra de su vestido.

Mi reacción instintiva había sido reclamar su invasión a mi espacio personal, pero mis palabras se quedaron enredadas en mi lengua para desvanecerse en el olvido casi inmediatamente. Durante el más breve de los instantes, creí estar viendo a Jennifer Connelly, con la clara excepción de que la despampanante mujer que tenía a mi lado poseía los ojos negros más exquisitos que hubiera visto jamás.

—¿También estás huyendo del nido de víboras de ahí dentro? —preguntó, señalando sobre su hombro en dirección al salón.

Asentí sin lograr que mis neuronas reunieran suficientes palabras para formular una oración coherente.

—No te culpo —aseguró—. Si tengo que aguantar otra noche escuchándolos alardear sobre la maquinaria de limpieza de albercas de la casa en Miami del señor Ortiz, la aleación de titanio de los pedales del convertible más reciente del señor Yáñez o los gastos de mantenimiento del yate del señor Villavicencio, voy a mudarme a Mercurio.

—Entiendo que prefieras calcinarte instantáneamente que escuchar a esa bola de vejestorios pedantes, pero ¿no sería más fácil que dejaras de asistir a estos eventos? —pregunté.

Mudémonos a MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora