22. Buscando la ciudadanía Mercurial

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Astrid me besó nuevamente, desatando la intensidad de un deseo que se había estado acumulando por años, y todo el amor que ambas habíamos estado conteniendo. Su boca exploró cada rincón de mi ser; mis manos, cada milímetro del suyo.

En la cama de Astrid conocí el placer más profundo; y entre sus piernas, las sensaciones más deliciosas que hubiera probado jamás.

Se nos hizo de día recorriéndonos mutuamente, entre palabras sensuales que, a veces, eran salpicadas por los «te amo» que Astrid no lograba contener cuando alcanzábamos el éxtasis.

Estaba felizmente acurrucada entre sus brazos, sintiéndome la persona más afortunada del planeta, cuando sentí que su respiración cambiaba. Ella llevaba, más o menos, media hora dormida. Se movió entre las sábanas y me apretó con fuerza, besó el área detrás de mi oreja, enviando escalofríos por todo mi cuerpo, haciéndome temblar.

—Sospecho que me amas —dije, con tanta insolencia como me fue posible comunicar.

—¿Qué te hace pensar eso? —Ella intentó sonar fría, pero no lo logró. Me besó el hombro.

—Las seis veces que lo dijiste durante la noche —Tome su mano y comencé a conducirla hacia mi entrepierna.

—Espera —dijo, riendo—. Entiendo que tu edad te permite vivir del aire, pero yo necesito comer algo, de lo contrario me voy a desmayar —acercó sus labios a mi oreja—. Te amo —susurró antes de ponerse de pie.

Astrid se puso una pijama ligera que consistía de una blusa de tirantes, delgada y semitransparente, y unos bóxers tan cortitos, que me regalaban una vista gloriosa de la parte baja de sus glúteos. Ella sonrió al descubrirme contemplándola con absoluta devoción. Lanzó una pijama similar sobre mi rostro mientras rodeaba la cama y se sentaba a mi lado.

—Me has visto desnuda durante horas y apenas me cubro el cuerpo, logras encuerarme con la mirada —aseguró, negando con la cabeza.

—No puedo evitarlo —respondí, retirando la pijama que había caído sobre mi cara—. Eres hermosa.

Se sonrojó, como si fuera la primera vez que alguien le dijera semejantes palabras. Se reclinó para dejar un beso sobre mis labios, antes de ponerse de pie y salir de la habitación.

Me quedé en la cama unos instantes más mientras la escuchaba cerrar la puerta del baño. Hice un recuento de la noche: de lo bien que se sentían nuestros labios juntos, de lo perfectamente que se habían sincronizado nuestros cuerpos, de las cosas que le pedí que me hiciera, de las cosas que me enseñó a hacerle y de cada una de las ocasiones en las que me dijo que me amaba.

Entonces entré en pánico al darme cuenta de que yo no lo había dicho ni siquiera una vez. Me puse pie, me vestí con la pijama y corrí hacia el pasillo. Ella ya había abierto la puerta del baño y estaba cepillándose los dientes.

—Te amo, Astrid —dije, justo en el momento en el que ella estaba reclinándose sobre el lavamanos para enjuagarse la boca.

La espontaneidad de mi declaración le arrancó una sonrisa colmada de ternura. Se secó los labios, dejó su cepillo y se acercó a mí.

—Lo sé —respondió, mirando dentro de mis ojos.

Me dio un beso en la mejilla y continuó su camino hacia la cocina. Entonces vi que me había dejado un cepillo dental nuevo cerca del suyo.

Más tarde llegué a la cocina para ayudarle a preparar el desayuno, pero ella me corrió, mandándome a poner música. Recorrí su colección de discos compactos hasta que encontré uno perfecto para la ocasión: The best of Sade.

Mudémonos a MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora