6. Dos gotas de agua (en papel)

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A mediados de agosto me mudé, por fin, a Mérida para comenzar a estudiar la carrera. Y a pesar de saber que Astrid pasaba muy pocos días al mes en la ciudad, yo vivía con la esperanza de encontrármela en cualquier momento.

Si estaba paseando en algún centro comercial, me mantenía especialmente alerta, buscándola entre la gente; cuando necesitaba ir al supermercado a comprar la despensa de la semana, elegía el que estaba más cercano a su casa en lugar del que se encontraba a unas calles de la casa que compartía con Lucía.

A veces, cuando la desesperación de no saber nada de ella se comía lo último que me quedaba de cordura, me desviaba en mi camino matutino hacia la universidad para pasar por su calle, con la esperanza de ver su auto estacionado en la cochera.

«¿Y qué vas a hacer el día que sí esté?», se burlaba la voz de mi interior cada vez que el esfuerzo demostraba ser tan infructuoso como la última vez que lo había intentado. «¿Tocar el timbre y confesarle que la extrañas y que sientes que te falta el aire cuando no estás con ella?».

El semestre entero se me fue así: buscando a Astrid en cada rincón de la ciudad sin lograr dar con ella. En diciembre regresé a Cancún para pasar las vacaciones de Navidad, y entonces descubrí que en la interacción diaria con mis padres, tenía que morderme la lengua para detenerme de preguntarles si sabían algo de ella, si la habían visto, si la habían frecuentado en mi ausencia.

Dadas mis limitadas opciones para obtener información sobre ella, comencé a prestar especial atención a cualquier conversación sobre el trabajo de mi papá, esperanzada en que él la mencionara en algún momento.

—La carrera te está haciendo madurar —dijo él, complacido, una mañana mientras desayunábamos—. Nunca te había interesado escuchar sobre mi trabajo, y mucho menos me habías hecho tantas preguntas al respecto.

Me reí, le respondí que sí, que quizás el saber que en tres años y medio me uniría a los rangos de los asalariados, me estaba ayudando a valorar su esfuerzo y a querer saber más sobre su día a día en la oficina.

Mi mamá se limitó a dirigirme una mirada sospechosa.

—¿Qué planes tienes hoy? —preguntó, interviniendo por primera vez en la conversación—. ¿Me quieres acompañar al club?

Esa era una invitación que yo había declinado por años, algunas veces con menor elegancia que otras, pero a esas alturas, quería asirme a cualquier esperanza de volver a ver a Astrid, así que decidí entretener la posibilidad de que el club fuera el lugar en el que su amistad con Toni hubiera florecido.

—No tengo planes, voy contigo —respondí.

La sospecha en la mirada de mi mamá se pronunció más, pero ella se limitó a regalarme una mueca que casi pudo haber pasado por una sonrisa.

En el club tampoco la encontré.

La primera semana de enero regresé a Mérida para comenzar el segundo semestre de la carrera, sin haber tenido éxito en mi búsqueda de Astrid en Cancún.

Fue hasta febrero —ocho meses después de su fiesta de cumpleaños— que el destino se dignó a cruzarnos por casualidad en los cines de la Gran Plaza.

Estaba saliendo de ver una película, caminando hacia las escaleras eléctricas, cuando la distinguí en la fila de la taquilla. Aunque mi primer instinto me había dictado que bajara apresuradamente para ir a su encuentro, la voz de mi interior me pidió que esperara un poco, que me quedara un instante en ese balcón y disfrutara de contemplarla en la distancia antes de acercarme a invadir su espacio personal.

Mudémonos a MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora