23. En caso de emergencias

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El primer año lejos de Astrid fluyó sin exceso de complicaciones. Mi cuerpo la extrañaba, pero mi mente y mi corazón estaban colmados de ella a cada momento del día.

A pesar de las exigencias de su trabajo y de la complejidad de mis horarios, todas las noches encontrábamos tiempo para llamarnos. Y el MSN Messenger se convirtió en la mejor vía para enviarnos mensajes durante el día, incluso si la otra tardaba horas antes leerlos y responder.

Invertí la mayor parte del dinero que ganaba en mi trabajo, en contratar el mejor plan de internet disponible y en comprar la cámara digital más avanzada que pude conseguir en Mérida. Gracias a eso, a veces podíamos hacer videollamadas, que duraban tanto como ambas pudiéramos resistir despiertas, usando una plataforma llamada Dharma Phone. La calidad de la imagen era pobre y la voz se cortaba constantemente, pero cada videollamada me llenaba la necesidad de volver a ver sus hermosos ojos negros, y eso me bastaba.

El resto del tiempo ella me llamaba por teléfono, aunque su recibo, al final de cada mes, llegara altísimo debido al costo de las llamadas de larga distancia.

Durante nuestras conversaciones, Astrid me contaba sobre su nuevo puesto, sobre cómo era la gente de su oficina, y también me hacía partícipe de los cambios que iba haciéndole a su departamento; me contaba sobre sus victorias y desaciertos en la oficina, sobre las cosas que más extrañaba del puesto que había tenido en Cancún y sobre los problemas de machismo que enfrentaba diariamente con sus subordinados.

Yo la mantenía al tanto de mis proyectos escolares y mis calificaciones, de cómo iban las cosas en mi trabajo y del estado de la relación de Lucía con el actor; le contaba cuando iba por un café con Javier, cuando Pepe y yo nos reuníamos con los miembros del chat de gamers y cuando Aura venía a visitarnos a Lucía y a mí.

Cuando nuestras estrellas se alineaban, lográbamos cocinar y cenar juntas, aunque nos separaran casi dos mil kilómetros de distancia. Otras veces, cuando Lucía dormía en casa de su novio, intercambiábamos fantasías sobre las cosas que nos haríamos mutuamente cuando por fin volviéramos a vernos, e irremediablemente terminábamos tocándonos en la soledad de nuestras respectivas camas.

La mayor parte del tiempo, sin embargo, las llamadas eran cortas y bastante concisas. Eso sí, sin importar el tipo de conversación que lográsemos tener, el «te amo», el «te extraño» y el «me muero por volver a besarte», nunca faltaban al momento de despedirnos.

Cuando estaba por terminar el sexto semestre de la carrera, Astrid me contó que tenía intenciones de ir a visitarme durante el verano, pero el departamento de Recursos Humanos le había dicho que no podría tomar vacaciones mientras no cumpliera su primer año laboral completo. Entonces propuse ir a verla, pero la mera idea de pensar en qué pretexto les daría a mis papás para ir a Monterrey, la puso nerviosa. Dejé de insistir porque no quería estresarla más de la cuenta, y me consoló la noción de que pronto tendríamos otras oportunidades de vernos.

Mi séptimo semestre acabó en diciembre del 2001 y entonces tuve la esperanza de que Astrid pudiera llegar a la fiesta de Año Nuevo de la farmacéutica; sin embargo, una vez más, la directora de Recursos Humanos le recordó que aún no se cumplía su primer año de contrato.

Una noche de marzo del 2002, cuando el primer año de Astrid por fin se había cumplido, la encontré bastante distraída durante nuestra videollamada.

—¿Qué tienes? —Le pregunté.

Ella suspiró, se rascó una ceja, hizo una mueca.

—Mi jefe me ofreció un mejor puesto.

Mudémonos a MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora