13. Joven, alto y perfectamente acicalado

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Una noche de marzo, mientras me encontraba haciendo una tarea en la computadora, Lucía entró a mi habitación. Estaba pálida, temblaba un poco y se le veía muy descompuesta. Tenía las manos en el abdomen.

—¿Podrías llevarme al hospital? —pidió—. Me siento muy mal.

Miré el reloj, eran pasadas las diez de la noche. Me puse de pie a toda velocidad, tomé mis llaves y mi cartera y la conduje hacia mi auto. Le ayudé a subir del lado del copiloto y luego conduje hacia el hospital con área de atención de Urgencias más cercano.

Después de una valoración que resultó más rápida de lo que hubiera esperado, la enferma le dijo que sospechaba que se tratase de un problema con su vesícula. De ser así, era posible que requiriese una cirugía.

La mujer me preguntó si era su familiar, cuando le dije que no, me sugirió que llamara a algún pariente de mi amiga, porque a mí no podrían darme informes sobre su estado de salud de ahí en adelante.

—Sus papás viven en Ciudad del Carmen —respondí, deseando que la mujer entendiera que les tomaría alrededor de cinco horas llegar.

—Tenemos que hacerle varios estudios antes de saber si necesita cirugía, te recomiendo que les avises lo antes posible —respondió ella, sin mostrar interés en las minucias de nuestras vidas personales.

Acto seguido, se llevó a Lucía al interior de una sala a la que yo no podía acompañarlas.

Por fortuna, Lucía me había dado el número de la casa de sus papás desde hacía tiempo, del mismo modo que yo le había dado los números en los que podía localizar a mis papás en caso de necesitarlo.

Salí de la sala de espera en busca de los teléfonos públicos. Al encontrarlos, me paré frente a uno de los aparatos y sacudí en el aire la tarjeta telefónica que llevaba en mi cartera para llamadas de larga distancia, mientras intentaba controlar el temblor de mi respiración.

La mamá de Lucía me contestó al segundo intento. Me dijo que saldrían cuanto antes hacia Mérida y yo le prometí que no me movería del hospital hasta que ellos llegaran.

Después de media hora, que se sintió como un millón de años, regresé al teléfono público y marqué el número de la casa de Astrid. Existían pocas posibilidades de que estuviera en Mérida, así que no quise intentar su celular porque la llamada nos costaría mucho a ambas.

Me respondió su contestadora.

—Hola —Suspiré—. Lucía está internada en Urgencias, es posible que tengan que extirparle la vesícula...

Me obligué a dejar de hablar, recordando que estaba haciéndolo con una máquina. Sin embargo, le estaba llamando porque necesitaba platicar con alguien, así que, si su contestadora era mi única válvula de escape, iba a hacer buen uso de ella.

—Entiendo que es una cirugía de bajo riesgo, pero eso no me tranquiliza. Me siento impotente; inútil —resoplé—. Le avisé a sus papás, pero no sé qué más hacer por ella.

Me quedé callada, presintiendo que su máquina me cortaría en cualquier momento y al cabo de unos segundos, así fue.

Con el auricular aún pegado a la oreja, suspiré una vez más, desganada, al no alcanzar a sentir el alivio que había estado buscando en la voz de Astrid. Colgué, retiré mi tarjeta y consideré llamarle a mi mamá. Negué con cabeza y regresé a la sala de espera, arrastrando los pies junto con mi alma apesadumbrada.

Más o menos cuarenta y cinco minutos después, alguien se sentó a mi lado, extendiéndome un vaso desechable que olía a café. Reconocí su mano antes de que el olor de su perfume alcanzara mis fosas nasales.

Mudémonos a MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora