27. La única alegría que te empeñas en negarme

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El primer domingo de enero del 2008, fui a desayunar a casa de mis padres, como ya era tradición entre nosotros. Habían pasado dos semanas desde mi encuentro con Astrid, y yo había dejado el tema encerrado en el baúl al que pertenecía esa experiencia.

Mi mamá se aclaró la garganta entre un bocado y otro, provocando que tanto mi papá como yo volteáramos a verla, intrigados.

—Ayer me encontré a Astrid en el club, al parecer planea ir de vez en cuando a jugar tenis.

Mi papá dejó sus cubiertos sobre su plato, y cruzó los dedos para apoyar su barbilla en ellos.

—Se acercó para preguntarme si podía invitarme al brunch —continuó mi mamá, levantando una ceja—. Le dije que sí, así que nos sentamos a platicar. Me dijo que ya sabes que está de vuelta —Mi mamá me lanzó una mirada veloz antes de regresar los ojos a su plato.

Asentí, tomando un bocado enorme que me impidiera hablar. Luego sentí la mirada insistente de mi papá sobre mí, interrogándome en silencio. Levanté los ojos brevemente, y encogí los hombros, exagerando mi lucha con mi bocado.

—¿Y luego? —preguntó mi papá, rindiéndose conmigo para regresar su atención hacia mi mamá.

—Me dijo que planea quedarse en Cancún de modo permanente, que está divorciada... y bueno, tocó varios temas de índole personal —La ceja de mi progenitora seguía tan levantada, que parecía que desbordaría por su frente.

Mi papá me miró una vez más, con algo que asemejaban ganas de encontrar emoción en mi semblante. Yo negué con la cabeza. Suspirando desganado, volteó hacia mi mamá una vez más.

—Aproveché para decirle dos que tres cosas que he tenido atravesadas en el pecho por años —confesó ella, intentando reprimir una mueca de placer casi perversa.

Sonreí, baje la mirada. No hubiera esperado menos de ella.

—¿Y qué te dijo? —Mi papá abrió las manos, delatando sus ganas de obtener más información por medio de ademanes en el aire.

—Se deshizo en disculpas por haberle roto el corazón a mi hija, me juró que ella pensó que estaba haciendo lo que era mejor para ella —El tono de mi mamá demostraba, sin tapujos, su incredulidad ante el discurso que había escuchado—. Me prometió que si algún día conseguía que Emilia le diera una segunda oportunidad, no volvería a lastimarla jamás.

Mi papá, con su inocencia infinita, volvió a mirarme, ilusionado; yo volví a negar con la cabeza mientras me metía otro pedazo enorme de comida a la boca.

—¿Y qué le respondiste? —interrogó, rindiéndose conmigo por tercera vez consecutiva.

—Me reí en su cara, le dije que dudo mucho que Emilia vuelva a tropezar con la misma piedra.

Mi papá suspiró, negando con la cabeza, bajó la mirada hacia su plato y decidió que podía continuar desayunando.

—Luego me preguntó si podíamos retomar nuestra amistad, la muy audaz —dijo mi mamá, burlándose—. Le contesté que reconquistarme a mí, le iba a tomar más tiempo que lograr una segunda oportunidad con Emilia.

—¿O sea que sí ves posibilidades de que Emilia le dé una segunda oportunidad?

—Estoy aquí, papá —reclamé, casi atragantándome por hablar con la boca llena—. Bien puedes preguntarme a mí, ¿no crees?

—Pues es que solamente me dices que no.

—¿Y crees que mamá sabe lo que quiero mejor que yo?

—Quería una segunda opinión, es todo —aseguró él.

Mudémonos a MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora