9. Llamadas nocturnas

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Una noche de mediados de octubre, estaba viendo una serie nueva en Fox, cuando el teléfono comenzó a sonar. Lucía había salido, así que, muy a mi pesar, corrí a la sala para contestar. Tomé el auricular inalámbrico y presioné el botón verde, mientras me encaminaba de regreso a mi habitación.

—¿Bueno? —pregunté sin esforzarme en disfrazar la molestia que me ocasionaba la interrupción.

—¿Mal momento? Puedo llamarte luego —propuso Astrid, al otro lado de la línea.

—No, no. —Me apresuré a decir, tomé el control remoto de mi tele y la apagué—. Es que pensé que era el novio de Lucía llamando para preguntar por ella.

—¿Problemas en el paraíso? —Astrid estaba sonriendo, pude escucharlo claramente.

Me apoyé en el umbral de mi puerta y cerré los ojos para imaginarla.

—Permanentemente, a veces me pregunto qué hace con él si ambos son tan... —Me obligué a callar. Abrí los ojos—. Pero no me llamas para enterarte sobre la vida amorosa de mi roommate —dije.

—Eso es cierto —respondió.

—¿Estás bien? —pregunté, preocupándome al instante en el que recordé que Astrid había tenido ese número desde el día en el que yo había firmado el contrato con Lucía y nunca lo había usado.

—Sí, solamente llamaba para preguntar cómo estás.

—¿Estás aquí? —Me ilusioné enseguida.

—No —respondió, desganada—. En Cancún, postergando escribir una presentación que tengo que entregar el lunes.

—¿Sigues en tu oficina? —Miré mi reloj—. Estas no son horas de estar en el trabajo, señora Torres.

—Me traje el trabajo al departamento —suspiró—, pero es igual de aburrido y agotador que si me hubiera quedado en mi cubículo. No tengo inspiración.

—Eso explica por qué le estás llamando a tu musa —Me reí.

Ella también y fue el sonido más dulce que había escuchado en meses. Suspiré antes de darme cuenta de que lo había hecho de manera audible y contundente.

—Me alegra saber que la universidad no te ha amargado —dijo—. ¿Estabas haciendo tarea?

—¿En pleno viernes por la noche? Estarás bien loca —respondí.

Ella se rió más fuerte que antes.

—¿Alistándote para salir? —preguntó, con tono juguetón.

—Por supuesto, ya me estaba poniendo las pestañas falsas.

—¿Qué estabas haciendo?

—Viendo una serie nueva llamada Roswell —confesé.

—Cuéntame —pidió, como si estuviera pidiendo algo realmente interesante.

Pasamos las siguientes dos horas hablando de series, tanto contemporáneas, como de mi infancia y de la suya; caricaturas, incluidas.

Al ver que ya eran casi las diez de la noche, me fui a la cocina y comencé a prepararme algo de cenar. No quería colgar, así que la puse en altavoz mientras sacaba algunos ingredientes del refrigerador.

—¡Qué buena idea! —dijo ella al escuchar el sartén pegando con el fogón de la estufa—. Y dime, ¿cómo es que ahora cocinas? —escuché su voz súbitamente distante y supe que también me había puesto en altavoz—. Me preparaste el desayuno en mi cumpleaños y ahora te escucho hacerte de cenar.

—Lucía cocina todo el tiempo. Lo hace ver tan fácil, que un día me animé a interrogarla. Ella me aseguró que no era complejo; también me hizo el favor de psicoanalizarme y llegar a la conclusión de que, mi aparente aversión a la cocina, derivaba de que mi mamá está convencida de que una mujer moderna no debe hacerlo. Esa es la versión, corta, por supuesto.

Mudémonos a MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora