10. Mercurio sigue siendo una posibilidad

1.5K 142 192
                                    

El tercer semestre de mi carrera terminó a mediados de diciembre de 1999. Apenas recibí el último resultado de mis exámenes finales, tomé un autobús hacia Cancún, en busca de una buena dosis de sol, mar y arena que me ayudasen a olvidar el estrés y los desvelos.

Tres días antes de que acabara el año, mientras desayunábamos juntos, mi papá dijo:

—La farmacéutica canceló la posada que acostumbramos a hacer en la oficina, pero en su lugar están organizando una gran fiesta de Año Nuevo en el Centro de Convenciones.

Fruncí el ceño.

—¿Quieres ir con nosotros? —preguntó—. ¿O tienes planes con tus amigos?

No respondí de inmediato, únicamente porque estaba preguntándome qué era lo que había cambiado tan drásticamente en el último año y medio, que ahora mi asistencia a estos eventos era opcional en lugar de obligatoria.

—Astrid va a estar ahí —aseguró mi mamá, observándome cuidadosamente.

—No estaba dudando de ir —respondí, mirándola a los ojos—. Estaba preguntándome si tenía algún vestido para la ocasión, o si tengo que ir a comprar uno.

—Yo te llevo a comprar uno —propuso, más emocionada de lo que yo hubiera esperado.

La noche de la fiesta, comencé a buscar a Astrid desde el momento en que pusimos pie en el Centro de Convenciones. Mientras caminábamos por los pasillos, mientras subíamos las escaleras eléctricas y, posteriormente, mientras buscábamos nuestra mesa asignada, mis ojos estuvieron trabajando a jornadas exhaustivas, intentando dar con ella.

Supe que la suerte no estaba de mi lado desde el momento en que concluí que no estaba en la fiesta, pero jamás imaginé que el destino, además, me castigaría poniendo a la gente más engreída de la farmacéutica en la misma mesa que nosotros.

Necesitaba huir, pero no tenía jardín ni playa en los cuales refugiarme; mi única opción de aislamiento era una insulsa terraza que, a juzgar por la gente que veía cruzar las grandes puertas de madera, ya era territorio dominado por los fumadores.

Pasaron dos horas y Astrid no aparecía por ningún lado.

Eran pasadas las diez de la noche, y yo había perdido todas las esperanzas de verla —junto con mis ganas de vivir después de haber escuchado una conversación absurda tras otra— cuando mi sentido arácnido sugirió que volteara por encima de mi hombro izquierdo.

A más de treinta metros, y bastantes mesas, de distancia, pude distinguirla.

Astrid estaba iracunda; nunca la había visto así. Discutía con alguien, un hombre cuyo rostro no podía ver porque varios meseros y algunos invitados estorbaban mi línea de visión.

Astrid agitaba las manos en el aire, negaba con la cabeza y mantenía las cejas muy juntas. Su rostro desprendía un color carmesí y sus ojos estaban inundados de furia. Sentí la necesidad de ponerme de pie y correr hacia ella, abrazarla, tranquilizarla, pero permanecí en mi lugar, admirando lo bien que se veía con el cabello recogido en un elegante moño bajo.

Suspiré.

Fue más o menos entonces que las personas que bloqueaban mi visión se movieron, casi en compás, permitiéndome ver que era su jefe con quien discutía.

Astrid meneó las manos en el aire una vez más y se marchó, caminando hacia las puertas que llevaban a la terraza.

—Ahora regreso —Le dije a mi mamá, que fingía estar entretenida en la conversación con la pareja que estaba sentada frente a ella.

Mudémonos a MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora