19. Máxima elongación

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El quince de diciembre, Astrid me llamó en la mañana para decirme que pasaría por mí a eso de las ocho y media de la noche. La espera, como siempre, hizo que el día me pareciera interminable.

Cuando estacionó su auto frente a la casa, salí casi corriendo hacia allá. Me subí y la saludé, como ya era costumbre, con un beso en la mejilla.

—¿Ya me vas a decir a dónde me llevas? —pregunté, ansiosa.

—No. Es una sorpresa.

—Tarde o temprano voy a saber a dónde estamos yendo.

—Así es, entonces no hay razón para que te lo diga desde ahora —respondió, sonriendo mientras ponía el auto en marcha.

La vi tomar varias callecitas hasta llegar a la salida de la ciudad; pudo haber evitado tanto zigzag si hubiera tomado el Paseo de Montejo o el Anillo Periférico desde el principio, pero al parecer, era parte de su estrategia para mantenerme en ascuas.

—Bueno, ahora sé que estamos yendo a Progreso —dije, jactándome de mis poderes de deducción cuando tomó la carretera hacia el puerto.

—Si eso quieres creer, no te voy a corregir —Su sonrisa me decía que estaba rotundamente equivocada.

En el camino me preguntó sobre la escuela, mis exámenes y sobre la vida de Lucía. Le conté que a mi amiga le gustaba un muchacho que había estado en la obra de teatro y que todo parecía indicar que la atracción era mutua.

Cuando cruzamos el puente de Puerto Progreso, Astrid dobló hacia la derecha para tomar la carretera 27 en dirección hacia Chicxulub.

—Entonces era en serio eso de que no íbamos a Progreso —dije, rascándome el mentón—. Entonces estamos yendo a Chicxulub o, quizás, a Telchac.

—Estás tan lejos de adivinar —Ella negó con la cabeza, divertida con mi confusión—. Pero tú síguelo intentando, que nada te detenga.

Seguimos manejando por la angosta carretera en la obscuridad absoluta, por más o menos veinte minutos, cuando ella comenzó a bajar la velocidad en medio de la nada.

Marcó su direccional hacia la izquierda, pero yo no veía otra cosa que vegetación y penumbra. Astrid dobló finalmente para tomar un estrecho, y casi invisible, camino de arena.

—Si vas a asesinarme, por lo menos ten la decencia de decirle a mis papás que no voy a llegar a la cena de Navidad, ¿de acuerdo?

—Les voy a enviar una carta con letras recortadas de revistas.

Cuando ya no se podía avanzar más, dejó el auto estacionado en un área que estaba un poco más ancha que el resto del camino, cerca de varias palmeras.

Bajó y me hizo una seña con su mano para que la siguiera. Mientras yo bajaba, ella ya había abierto la cajuela; me paré a su lado para mirar dentro de la misma. Astrid me entregó una enorme linterna de mano, que me recordó a la que mi papá se llevaba cuando iba de pesca con sus amigos; ella tomó otra idéntica.

—Tú te llevas ese y yo este —indicó, señalando uno de los dos morrales tipo militar que había ahí dentro y luego el otro.

—Si necesitabas asistencia para deshacerte de un cuerpo, bien podrías habérmelo dicho antes —reclamé—. Te hubiera ayudado con gusto, pero no me hubiera ilusionado respecto a lo que haríamos esta noche... además hubiera traído mi pasamontañas y unos guantes.

—No sabía que podías ser tan quisquillosa —Se rió.

Caminamos por un momento hasta llegar muy cerca del mar. Alumbré primero hacia mi izquierda y luego hacia mi derecha; la playa parecía infinita en ambas direcciones. La brisa era cálida, el oleaje era tranquilo y el cielo estaba tan despejado, que podía ver más estrellas y constelaciones de las que había logrado distinguir en años.

Mudémonos a MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora