4. En casa de Astrid

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Cuando entré a casa de Astrid, pasamos por un área de sala y comedor que llamó mi atención porque en su pared más ancha tenía una enorme estantería de madera en la que descansaban docenas de discos de vinilo, casetes, discos compactos, libros y películas en distintos formatos.

A mano izquierda de la puerta principal se encontraba un pasillo, por el cual me condujo para enseñarme la habitación en la que iba a quedarme.

Pásale a lo barrido —dijo, extendiendo la mano hacia el interior, después de abrir la puerta.

La ventana daba al patio, en el que alcancé a distinguir varios muebles, un par de mesas redondas y algunas series de foquitos colgando de un extremo al otro. Imaginé que de noche, el área debía verse bastante acogedora.

Dejé la maleta y la seguí de regreso por el pasillo por el que habíamos venido.

—Aquí está el baño —Señaló la puerta más inmediata. Y después, señalando la que marcaba el inicio del pasillo, dijo—: Esa es mi habitación.

Regresamos a la sala.

—Al fondo está la cocina y por ahí se sale al patio —Señaló una puerta de acero y vidrio—. Estás en tu casa, puedes ir y venir como se te pegue la gana, tomar lo que quieras del refri o la alacena, y no necesitas pedir nada.

—Gracias —respondí.

Caminó hacia el porta llaves que colgaba de la pared cercana a la puerta y tomó un juego de dos llaves.

—Estas son copias de la casa, solo recuerda entregármelas cuando vayas a regresar a Cancún —Las colocó en mi mano.

—Gracias —repetí, y los ojos se me escaparon hacia la estantería de entretenimiento.

—¡Adelante! —concedió—. Puedo ver que te comen las ansias.

Caminé hacia allá, como si una fuerza sobrenatural me estuviera jalando. Pasé la vista por algunas de las portadas y lomos de películas, casetes y libros. Fiel a lo que me había dicho en el auto, Astrid no parecía restringirse en géneros específicos, pero pude encontrar con bastante placer, que algunas de mis bandas favoritas estaban entre su gran colección.

—¿Tienes hambre? —preguntó, desapareciendo por la puerta principal, rumbo a su auto. Cuando regresó, tenía su maleta y pasó de largo hacia su habitación—. Pensaba ordenar comida china.

—¿Qué te gusta? —Le dije—. Yo llamo en lo que terminas.

—El menú está en la puerta del refrigerador —indicó, mientras daba otra vuelta hacia el auto.

Asumí que eso significaba que sus comidas favoritas estaban marcadas en el menú. Así era. Justo al lado del menú, se encontraba un recibo del agua pendiente por pagar. Ahí estaba su dirección. Tomé su teléfono inalámbrico y marqué el número que estaba en el folleto.

Cuando terminé de ordenar la comida, salí a la cochera para ayudarle a acarrear las cajas que hacían falta.

—La comida llega en cuarenta minutos —dije, siguiéndola al interior de su habitación con una caja bastante pesada en las manos.

—No te vayas a herniar, que tus papás no van a volver a dejarte venir a jugar conmigo —respondió, quitándome la caja para colocarla en el suelo.

Me reí. Mientras ella movía algunas cosas para hacer un espacio decente para entrar y salir de su habitación sin tropezarse, yo buscaba rastros de una pareja.

No parecía haber ninguno: solamente una de las dos mesitas de noche tenía libros apilados. Sobre la cómoda solamente descansaba una charola con joyería y una canasta con varios perfumes; si acaso, tres de ellos podrían considerarse andróginos, pero ninguno era para caballero, propiamente.

Mudémonos a MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora