24. El auto más rápido de Boulder

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En abril 2003, decidí que era hora de regresar a Cancún. Me dolía dejar a Lucía, pero sabía que no tendría muchas oportunidades de crecimiento en mi trabajo, y el mercado de la tecnología era bastante limitado en Mérida, por lo que no había logrado encontrar un empleo distinto desde que me había graduado.

Mi búsqueda de empleo y departamento en Cancún duró, más o menos, mes y medio. Durante ese tiempo, mis adorados progenitores me concedieron techo y alimento.

El empleo lo encontré a las tres semanas de haber llegado. Era un puesto de programación en el área de informática de una cadena hotelera. El sueldo era respetable, lo que me brindó la oportunidad de pagar por un departamento cuasi decente que estaría disponible el primero de junio.

Corría la última semana de mayo y estaba cenando con mis papás, cuando mi mamá se aclaró la garganta y comenzó a decir:

—Hoy recibí una carta de Astrid —Levantó la mirada brevemente hacia mí, antes de regresarla a su plato.

Mi papá la miró en silencio, esperando a que continuara. Yo fingí que el tema me tenía sin cuidado, pero comencé a comer con extrema lentitud.

—Venía acompañada de una invitación a su boda.

«Boda», repitió mi mente. «¿Boda? ¿BODA? ¿Cómo que boda? Si apenas lleva seis meses saliendo con él». El estómago se me revolvió y no pude continuar ingiriendo alimento.

—En la carta me decía que estaba consciente de que hacer un viaje a los Estados Unidos para asistir a una boda no es cosa fácil, pero que su cariño por nosotros no ha disminuido con la distancia y, que si estábamos dispuestos a hacer el viaje, le daría mucho gusto que la acompañásemos en un día tan especial. Me dejó su teléfono para que le llame, independientemente de cuál sea nuestra decisión.

—¿Y qué quieres hacer? —preguntó mi papá.

—Nunca he tenido intenciones de visitar Colorado —respondió mi mamá—. Y la aprecio mucho, pero no me estoy muriendo de ganas de ir.

—Entonces podemos llamarle este fin de semana para felicitarla y aprovechamos para decirle que no iremos.

—Me parece bien —dijo mi mamá.

—Estoy muy cansada, me voy a mi habitación —Me puse de pie, intentando sonar y verme natural. Llevé mi plato a la cocina, lo lavé y subí al segundo piso.

Entré a la habitación, me quité los zapatos, quedándome en calcetines y entonces me di cuenta de que había dejado mi celular en el comedor.

—Carajo —dije en un susurro, y me tragué las ganas de llorar.

Respiré profundamente, tomando valor para regresar escaleras abajo. Cuando estaba a la mitad del camino, escuché la conversación que estaban sosteniendo mis papás y decidí detenerme en uno de los escalones, resguardada en el ángulo en el que no podían verme.

—... muy rara, ¿no? —Había sido la evaluación de mi papá, de lo que asumí, se refería a mi actitud.

—Gordo —dijo mi mamá con el tono que usaba cuando estaba haciendo uso de su máxima capacidad de paciencia—, tienes tantas virtudes que amo, pero eres la persona más distraída de este continente.

—¿Y eso a qué viene? —preguntó él, con extrema inocencia.

—A que Emilia ha estado así por años —Suspiró—. Desde que Astrid se fue a Monterrey, para ser precisos, y esa actitud se acentuó más cuando se mudó a Boulder.

Mi papá se quedó en silencio por unos segundos.

—¿Es tu forma discreta de inferir que Emilia está enamorada de Astrid?

Mudémonos a MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora