Epílogo

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Jasper, AB, Canadá. 2012

Me despierta la luz del día inundando la tienda de acampar. Abro los ojos para descubrir que Astrid sigue entre mis brazos. En nuestra convivencia diaria, difícilmente pasamos la noche entera abrazadas, porque ambas tendemos a entumirnos con bastante más rapidez de la que me gustaría admitir. No hubiera imaginado que en la incomodidad de una bolsa de dormir, pudiéramos pasar la noche entera así. Quizás sea la temperatura de seis grados que hizo durante la madrugada lo que nos mantuvo quietas y juntitas.

Intento mover la mano izquierda, solo para descubrir que está completamente dormida debajo del peso del cuello del amor de mi vida, pero no quiero hacer nada que pueda despertarla. Su respiración es lenta y profunda, y yo quiero seguir disfrutándola así, acurrucada a mi lado: su espalda pegada a mi pecho, sus glúteos acunados en mi pelvis y sus corvas acunando mis rodillas. Y aunque varias capas de ropa separan su piel de la mía, puedo sentir el calor que irradia su cuerpo sin problema. Hundo la nariz entre sus cabellos y respiro profundamente.

Perfección.

Sonrío, recordando cómo ayer pasamos gran parte de la tarde recorriendo el lago Maligne en canoa, maravilladas con el color esmeralda de sus aguas cristalinas; impresionadas con las rocosas canadienses, levantándose imponentes por kilómetros interminables.

Al regresar, atamos la canoa al muelle y nos quedamos sentadas en el borde a contemplar el ocaso, deleitándonos con los increíbles colores del cielo, y con el modo en que éstos se reflejaban en el agua, contrastando con el verde intenso de la vegetación. Era como estar dentro de una novela de fantasía.

Al caer el sol, recorrimos los casi cuatro kilómetros de regreso hacia acá, nuestra área de acampar y pasamos gran parte de la noche alrededor de la fogata, comiendo, cantando y admirando el firmamento colmado de estrellas.

A pesar del cansancio del viaje hacia Jasper, de las horas manejando y del tiempo que habíamos pasado en ese primer recorrido del área, Astrid no quería irse a dormir; estaba empeñada en esperar a que fuera la medianoche para cantarme feliz cumpleaños.

Hoy cumplo treinta y dos, la edad que tenía ella cuando nos conocimos.

Por razones que nunca lograríamos explicarle a nadie más, ambas sentimos que es un hito importante en nuestras vidas; y es, quizás, la única cosa en la que hemos estado completamente de acuerdo en los tres años que llevamos juntas.

La contemplo, recorriendo su delicado perfil lentamente con la mirada. Ella cumplió cuarenta y siete en junio, y está más hermosa que nunca; es como si la edad solamente trabajara para acentuar su belleza, su magnetismo, y de paso, mi fascinación por ella.

Los años pasan, y Astrid sigue siento la persona con quien más disfruto estar, con quien quiero platicarlo todo, compartirlo todo.

Una oleada de amor me inunda el pecho y entonces la aprieto con fuerzas, deseando fundirme con ella por siempre. Su respiración cambia, abre los ojos y voltea el rostro hacia mí.

—Buenos días —dice, sonriendo.

Astrid tiene un modo muy particular de sonreír por las mañanas, su semblante es tan divino como el de una niña que acaba de recibir un regalo que ha deseado por años; me mira con los ojos aún diminutos y a medio abrir, pero iluminados con una alegría desbordante, como si cada día le sorprendiera encontrarme a su lado; como si cada día agradeciera encontrarme a su lado.

El corazón se me derrite en los primeros instantes de cada día durante ese intercambio.

Sin importar lo que me espere allá afuera, cuando Astrid me mira así, logra cargarme de energías suficientes para salir a enfrentar el mundo y todas sus imperfecciones.

Mudémonos a MercurioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora