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—Me quiero morir —murmuró Liam Payne desde la cama. Se dio la vuelta, abrió los ojos y, con un gemido de impotencia, los cerró. La luz del sol entraba a raudales por los ventanales de la habitación del hotel. ¿Por qué no había echado las cortinas antes de acostarse?

Cielos, qué despertar más horrible.

Sobre todo, porque la cabeza estaba a punto de estallarle por culpa de la resaca más grande de su vida. Volvió a abrir los ojos e intentó acostumbrarse a la luz dorada que se derramaba sobre la moqueta de color gris anodino y el mobiliario de carácter impersonal. Al ver que su cabeza seguía intacta, suspiró y levantó la mano para quitarse el pelo de la cara.

¡Dios!, menuda noche. De aquel día en adelante, se cercioraría de comer algo antes de intentar reunir valor bebiendo margaritas. Diablos, lo único que había comido el día anterior había sido la sal que adornaba las copas.

Hizo una mueca y se humedeció los labios con una lengua que parecía de trapo. Apoyó las dos manos sobre el colchón, se incorporó y contempló cómo el mundo entero se balanceaba, se inclinaba vertiginosamente a un lado y, por fin, gracias a Dios, se enderezaba.

Se percató vagamente del sonoro zumbido que resonaba en su cabeza y confió en que se le pasaría pronto. La manta resbaló hasta su cintura y, al bajar la vista, Liam se dio cuenta de que estaba en boxers. Claro que, dado su estado de embriaguez, tenía suerte de haberse acordado de quitarse los zapatos antes de arrastrarse hasta la cama.

¡Diablos, hasta había tenido suerte de encontrar su habitación!

De repente, tuvo un vago recuerdo, tan persistente y molesto como el zumbido que le taladraba los oídos. Se concentró y pudo recordar a un amable guardia de seguridad, vestido con un uniforme azul marino, que lo había acompañado hasta allí. Sin su ayuda, seguramente, no habría encontrado el camino. Lástima que no recordara ni su rostro ni su nombre. Le debía un gran favor.

El zumbido que le taladraba los oídos cesó bruscamente. Pero, antes de que Liam pudiera dar gracias al cielo, oyó el sonido inconfundible de un hombre cantando. Y el sonido emergía de la puerta cerrada del cuarto de baño. ¡Santo Dios! No era un zumbido lo que había estado oyendo, sino el agua de la ducha.

Lian trató, desesperadamente, de ponerle un rostro a la voz de aquel hombre. Pero la parte de su cerebro que todavía funcionaba se quedó en blanco.

«Señor, Señor», rezó en silencio, «por favor, no dejes que esto sea lo que parece. Por favor, que no haya estado tan borracho que me haya acostado con un tipo del que ni siquiera me acuerdo».

Se cubrió la cara con las manos, en un intento por borrar de su mente la voz del extraño, pero no pudo. Estupendo, se dijo, y dejó caer las manos sobre el regazo. Había pasado de ser el chico virgen más grande del mundo a emborracharse y acostarse con un desconocido en una misma noche. Bueno, no iba a quedarse allí sentado esperando a que, quienquiera que fuera, saliera del baño como Dios lo había traído al mundo.

Contempló con cautela la puerta del servicio, todavía cerrada, se sentó torpemente en el borde de la cama y, a duras penas, consiguió ponerse en pie. Las paredes y los muebles oscilaban y se retorcían, como los elementos de un cuadro de Dalí. Sintió náuseas y se llevó la mano a la boca. Tal vez fuera más fácil quedarse allí y enfrentarse a aquel indeseable, pensó Liam, pero desechó la idea enseguida. No tenía experiencia alguna en conversaciones «del día después» y, sinceramente, no podía esperar demasiado de sí mismo estando bajo los efectos de la resaca.

Aun así, barajó la idea de volver a meterse en la cama y esconderse debajo de las sábanas. No, eso tampoco funcionaría. Liam se puso de rodillas junto a la cama, intentó recuperar la calma, pensar, recordar. ¿Quién estaba en su habitación? Pero era absurdo. La noche anterior era un borrón blanco en su mente. Diablos, ni siquiera se acordaba de haberse registrado en el hotel.

Tras De TíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora