Durante el par de semanas siguientes, se movieron como extraños por la pequeña casa. No, no como extraños, pensó Liam. Los extraños intercambiaban saludos educados y miradas de desinterés. Zayn y él eran como fantasmas. Ni siquiera se veían. Las noches eran peor. Tumbados en la misma cama, la distancia que los separaba se medía como la escala de un mapa: los centímetros equivalían a kilómetros.
Desde su asiento en el sofá, Liam contempló por la ventana las masas de nubes grises que se agolpaban en el cielo con la amenaza de la lluvia... Noviembre había llegado sin avisar, como solía ocurrir en California. Los días frescos y soleados se habían transformado en nieblas matutinas y en ráfagas de viento frío y húmedo.
Liam suspiró y desvió la mirada al cronómetro de cocina que estaba puesto sobre la mesita de centro. Un minuto más, y lo sabría con certeza. Un minuto más, y su mundo se alteraría de manera drástica. Era un manojo de nervios, y respiró hondo varias veces en un vano intento por relajarse.
Cuando el cronómetro saltó con un graznido histérico, Liam se apresuró a apagarlo. El silencio lo envolvió. Oyó los latidos de su corazón, que resonaban en los oídos, y creyó oír otros latidos más débiles acompasados con los suyos.
Lentamente, dejó el cronómetro sobre la mesa y tomó la tira blanca de plástico que encerraba las respuestas de su futuro inmediato. Vaciló ligeramente y contempló el resultado del test.Un signo más.
Liam inspiró hondo y sostuvo con fuerza la varilla de plástico. Sintió cómo las lágrimas afloraban a sus ojos y volvió la cabeza para mirar por la ventana. Cómo no, había empezado a llover y los cristales estaban salpicados de gotas.
Liam se secó una lágrima de la mejilla y parpadeó para reprimir el resto. No iba a llorar, no podía permitírselo. Tenía que ser fuerte. Se llevó la mano al vientre, donde su hijo ya estaba creciendo, confiando en que él lo mantuviera a salvo. Y lo amara.
Sabía lo que tenía que hacer. Todavía con la varita del test en la mano, se puso en pie y, al compás del golpeteo de la lluvia, caminó hasta el dormitorio y empezó a hacer las maletas.
[...]
—No puedes irte así —le dijo su padre—, sin ni siquiera decirle adiós.
—No puedo decirle adiós a Zayn —replicó Liam, y lanzó una mirada a la puerta cerrada del despacho de su padre antes de volver a mirarlo. Sabía perfectamente que, si intentaba despedirse de él, nunca se iría. Y tenía que irse. Por el bien de todos.
—Liam —dijo su padre, levantándose del sillón. Rodeó la mesa hasta colocarse frente al castaño y tomó sus manos—. No lo has pensado bien.
—Claro que sí —replicó, y se soltó. Si cedía a la necesidad de recibir consuelo, sucumbiría al llanto y a la histeria.
—¿Y qué me dices de los tres meses que acordaron pasar juntos? —replicó.
—Las cosas han cambiado —por decir algo.
—¿Qué cosas?
Liam movió la cabeza y parpadeó con furia, decidido a mantener a raya las lágrimas, que nunca andaban muy lejos.
—Lo amas, Liam —dijo su padre en voz baja, con convicción—. Hasta yo puedo verlo.
El dolor volvió a desgarrarle las entrañas.
—Eso no importa.—Te equivocas —dijo el coronel, y dio el paso que lo separaba de su hijo. Le puso las manos sobre los hombros y estrechó su cuerpo rígido—. Es lo único que importa.
Envuelto en aquel abrazo y con la nariz enterrada en la camisa de su uniforme, Liam cedió brevemente a la necesidad de ser reconfortado. Durante casi toda su vida, su padre había estado con él cuando lo necesitaba. Dispuesto a entrar en batalla en su nombre y a enderezar todos los entuertos de los que había sido víctima. Liam deseó que también pudiera enderezar aquél. Pero no podía.
