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La noche cayó nuevamente en el pueblo de San Juan, cerca de ahí, como a unos tres kilómetros se encontraba la ciudad de Las Palmas. Pablo se dirigía a su hogar. La mujer para la cual él trabajaba remodelando sus muebles de biblioteca estilo renacentista lo había hecho trabajar hasta muy tarde. Eran ya las nueve de la noche. Esto no le había gustado mucho, pero había valido la pena. Al salir de la casa de la señora se había cruzado con un hombre con que casualmente entablo conversación y Pablo le comentó que era carpintero, el hombre se interesó y dijo que podría ser su cliente y le dio su tarjeta para que le llamase. La tarjeta tenía su nombre y teléfono, al otro lado tenía un logo raro era un círculo con una línea en diagonal no centrada. Pablo guardo la tarjeta en el bolsillo de su pantalón.

Sabía que no había vehículos que lo llevasen hasta su pueblo, porque ya era muy tarde, además, eran muy caros y no a todos les gustaban las calles polvorientas hacia el pueblo de San Juan. Tendría que caminar. Algo que no quería hacer porque se sentía muy cansado. Pero optó en su interior tomar eso como una excusa para irse a un bar en el centro de la cuidad, ahí gastaría menos que un taxi y podría pasar ahí la noche, esperando el amanecer, ya que al día siguiente no planeaba trabajar.

Luego de tres tequilas en el bar, decidió mejor marcharse a casa. Dos turistas extranjeros le habían arruinado su noche haciéndole preguntas y comentando sobre un extraño animal, así que emprendió su camino, mientras la luna brillaba en todo su esplendor.

«No sé por qué decidí quedarme» pensó mientras caminaba por el camino que cruza en medio del bosque.

El alcohol le había reanimado. En las afueras de la ciudad hay un buen tramo de calle pavimentada como de medio kilómetro, el resto de la calle es polvorienta y atraviesa el bosque de Las Cruces, que era llamado así porque antiguamente se colocaban cruces para que los malos espíritus no entraran en él. Siguiendo esta calle se llega a un riachuelo llamado Jocoltique, ya que nace y fluye desde el cerro del mismo nombre, ahí se encuentra un pequeño puente y no muy lejos de ahí está el pueblo de San Juan.

«¿Qué horas serán?» Pablo no usaba reloj, no le gustaba, porque no se quería convertir en un "esclavo del tiempo", como veía que les sucedía a muchas personas para las que él trabajaba. Él prefería trabajar duro y lo más rápido posible sin ver un reloj.

«¡Que importa! Lo que importa es llegar a casa, que bueno que sólo tome tres tequilas. Ya falta poco para llegar a la entrada del pueblo y la luna llena me ilumina el camino» pensó para sí mismo. «Vaya a este bosque le vamos a cambiar el nombre de Las Cruces a El Silencio... ¿Qué?... ¿Qué es eso?».

Era inevitable no sentir un olor nauseabundo, a un cuerpo en descomposición. Putrefacto. Lo traía el viento y provenía de la oscuridad de los árboles que no dejaban pasar la luz de la luna. Ramas de arbustos rompiéndose como si alguien o algo las estuviera quebrando para apartarlas de su camino comenzaron a escucharse a lo lejos. El carpintero sintió un poco de miedo.

—¡Va! Sólo debe ser el viento moviendo los arbustos y algún pobre animal ha muerto en este bosque —dijo en voz baja—. Pero... ¿Y si esos turistas gringos que me encontré en el bar tenían razón? Pensó con horror.

Siguió caminando, sin volver a ver atrás, no quería averiguar que era aquello.

De pronto, se escuchó el ruido de ramas y arbustos rompiéndose un poco más cerca y el olor a putrefacción comenzó a agudizarse, era realmente repulsivo.

—¡No puede ser! —Exclamó horrorizado.

Comenzó a caminar más aprisa, continuo sin volver a ver. Tenía ya mucho miedo como para intentar ver hacia atrás. Al mismo tiempo comenzó a escuchar, al lado del camino, pasos muy fuertes cómo si un animal grande le siguiera. En ese momento Pablo comenzó a correr con desesperación, porque lo que ahora lo seguía también aligero el paso, cada vez escuchaba más cerca los ruidos y el olor repulsivo casi lo hacía vomitar. Volvió a ver y a lo lejos pudo ver una extraña figura cuadrúpeda enorme que se dirigía a hacia él.

«¡Santo Dios! ¡Es imposible!» Comenzó a correr como nunca antes lo había hecho en su vida.

Pablo corría desesperadamente en aquel polvoriento y ancho camino sin perder de vista a aquello que lo perseguía. Temía que lo alcanzará de un momento a otro.

«¡Me va a alcanzar!» pensaba, mientras corría jadeante, cerraba los ojos momentáneamente y le rogaba a Dios por su vida «¡Dios haz que deje de seguirme!» le suplicaba a Dios y le pedía perdón por sus pecados, le prometía ya no tomar ni una sola gota de alcohol en su vida si le ayudaba. Trataba de tragar saliva, pero no podía su garganta estaba seca. Sus pulmones estaban al máximo. Su quijada temblaba del miedo. Comenzó a rezar El Padre Nuestro mentalmente, recordó que una vez su padre le había dicho que en situaciones de peligro rezara. Y aquel momento era idóneo para rezar.

—¡Se-ñor si-si só-lo fue-ron tres te-quilas!¡No me cas-tigues así! —clamaba jadeante interrumpiendo sus rezos. «¡Oh, Dios! si tengo que morir y esa es tu voluntad. ¡Por favor que no sea por esa cosa!» Muy cerca estaba el puente del río, al cruzar este puente la entrada al pueblo de San Juan ya es visible. Cuando el carpintero vio el puente, dio su último esfuerzo para correr lo más rápido que podía. Cruzó el puente en segundos. Al cruzarlo volteo rápidamente a ver hacia atrás, notó que el extraño animal lo había dejado de seguir. La bestia se detuvo justo frente a la entrada del puente y ahí se quedó rebuznando.

Pablo no volteo a ver más, centro su mirada en el camino y no paró de rezar y de correr hasta que llego al pueblo.

En el umbral de la noche © (Martín Mizar I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora