Prólogo

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Elisabeth volvía del bosque con bayas encargadas por su padre. Él siempre hacía un increíble guiso con bayas y mañana era el cumpleaños de su niña. Aunque nunca tuvieron nada, Robert trataba de complacer a la pequeña siempre que podía.

Ya en la casa preparaban juntos la cena de aquel día. Elisabeth contemplaba como su padre trabaja la masa con firmeza, era imponente para sus ojos. Parecía una noche tranquila, donde lo más asustadizo que se escuchara en las sombras fueran los aullidos de los lobos, pero esa noche no solo se escucharían a los animales.

El grito de una mujer hizo que el ambiente quedará en completo silencio. Robert, asustado abrió la chirriante puerta de madera mientras Elisabeth quedaba atrás suya. La pequeña se escondía entre los ropajes de su padre con miedo de ver y, a la vez, con ansias de saber.

Elisabeth identificó a un hombre, el herrero del pueblo, cargaba algo en sus brazos, algo pesado que sin duda dejaba mucha libertad de imaginación. Dejó en la piedra del pozo lo que sujetaban sus anchos brazos, todos se escondieron en sus casas, pero Robert se acercó con sumo cuidado.

—Quédate aquí. — dijo Robert tratando de calmar su propia voz. Elisabeth comenzó a respirar con irregularidad.

—Pero... padre.

—Elisabeth, no te muevas.

Ella obedeció, se quedó estática cuando vio que una mano blanquecina se asomaba quedando colgante en el pozo. Su cuerpo se alarmó. Ella apenas conocía lo que ocurría, su padre nunca la dejó saber y eso la atormentaba.

No era la primera vez que tenían que salir corriendo de algún lugar y Elisabeth se volteó hacia la casa sabiendo que eso podría ocurrir. Empezó a mover todo de sitio, buscaba algo donde meter todas sus cosas. Encontró un viejo baúl de su padre. Dentro había libros, hojas sueltas a medio quemar y otras que ni siquiera podía descifrar lo que estaba anotado.

Robert regresó cerrando la puerta y se quedó observando cómo su hija, de casi 12 años, se las estaba ingeniando para intentar leer sus cartas y libros.

—Elisabeth, ¿Dónde has encontrado eso? —la niña se levantó inmediatamente de su asiento.

—Yo... Sólo quería ayudarte

—Cariño, esto no es para ti —le arrebató las páginas de las manos —. Es mejor que te mantengas al margen.

—Pero no puedo ser una ignorante, tú no me has criado así.

—Tú madre...

—No. No me digas eso de nuevo. No me puedes seguir queriendo tratar como si tuviera cinco años, ya puedo entender —ella vio como su padre se sentó en el suelo, derrotado. Elisabeth se arrodilló junto a él. —¿Quién era esa niña y que la ha pasado? Cuéntamelo. Por favor, solo quiero saber.

Robert miró los ojos castaños de su hija, relajó sus facciones y la contestó.

—Es la hija del carnicero, estaba en el río con otras dos niñas y se ha ahogado —tragando saliva conteniendo sus más internos pensamientos abrazó a su padre —. No puedo decirte más, no quiero que sepas algo así a tu edad.

Elisabeth asintió a la petición insistente de su padre. Por una parte, entendía que él no quisiera sentenciar a tener esas imágenes tan horribles en su cabeza. Y aunque su padre no lo sabía, ella había podido leer algunas de las cosas que él había documentado en papel.

Robert, ya años atrás, le había concedido a su hija el mayor poder de todos, la lectura.

Y ella lo había aprovechado.

—Tienes tus cosas preparadas, ¿eh? —comprueba con orgullo, ella sonríe —Bien..., ya es hora de irse a dormir. Debes descansar.

—¿Tú que harás? También debes descansar.

Cuando florece una Asesina✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora