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Cuando se soltaron, Verónica se alejó todavía tambaleándose, pero con una gracia digna de alguien que sabía muy bien como moverse incluso estando en ese estado de ebriedad. Abrió la puerta y, antes de salir, se dio la vuelta para mirarla una vez más.

- Y, ¿Ana? - La morena frunció el ceño - Espero volverte a ver - Finalizó, para luego dejarla nuevamente en la completa oscuridad de la habitación, rodeada de libros, dudas, preguntas, miles de mariposas en su estómago y una sonrisa en su rostro.

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Mantenerse ocupada para no pensar en cosas que quería evitar, siempre había sido su especialidad. Levantarse temprano, comer algo ligero, salir a correr, tomar una ducha, desayunar, ir a trabajar. Hacer sus prácticas tres días a la semana, ir al gimnasio los dos restantes, pasear a su perra Jazz, cocinar, leer, ver alguna serie o película. Era sencillo, nunca se daba demasiado tiempo libre y se mantenía lo suficientemente activa como para caer profundamente dormida cada noche para repetir su rutina al día siguiente.   

Sin embargo, con el objetivo de olvidar a Verónica, no le había sido nada fácil. De hecho, podía decir, que era un absoluto fracaso en ello. No importaba qué estuviera haciendo o dónde, no pasaba un solo momento en el día en que no la recordara. A veces eran sus ojos, a veces su sonrisa, otras su dorado cabello, sus piernas, su melodiosa voz o esa sonrisa misteriosa. En otras ocasiones, era todo junto. Verónica regresaba a su mente constantemente, invadiendo cada rincón, distrayéndola de lo que fuera que tuviera que hacer. Y eso la preocupaba, especialmente cuando tenía que dedicarse a trabajar en su tesis de graduación.    

Afortunadamente, ya tenía todo muy avanzado, pero eran los últimos detalles lo que debía mejorar, y era imposible enfocarse en hacerlo. Todo, sin excepción, la llevaba a Verónica. Y, para su mala suerte, Alberto no había intentado convencerla de que la acompañara a la próxima fiesta. De hecho, su amigo solo había vuelto a mencionar el evento para comentarle que sería esa misma semana, ese viernes.    

Era miércoles, el día de la semana que tenían pactado para verse obligatoriamente. No importaba qué sucediera, que planes tuvieran, siempre se hacían un espacio para reunirse y era ese día. Cuando recién habían llegado a la ciudad y vivían juntos, congeniar no había sido nada sencillo, incluso cuando se conocían de toda la vida. Sin embargo, en el momento en que cada uno había decidido que era momento de ser completamente independientes, su amistad se hizo todavía más fuerte. Y, a pesar de que discutían y mucho, Ana lo consideraba casi un hermano y no imaginaba su vida sin él.   

Pero esa noche había estado demasiado distraída, no había oído casi nada de todo lo que Alberto había dicho luego de comentarle sobre la fiesta. No quería confesarle que deseaba volver a ir, no quería contarle lo que había sucedido con Verónica, y lamentaba profundamente que él no hubiera insistido. Si su amigo lo hacía, todo sería más sencillo, ella podría fingir que no quería pero que lo haría, por él.   

Así que cuando Alberto se marchó y se encontró a sí misma metida bajo las cobijas, intentando conciliar el sueño, fue imposible. No sólo no podía dejar de pensar en Verónica, como había hecho en todo ese mes, sino que debía pensar una forma de asistir a la fiesta. Tenía que volver a verla pero no sabía cómo.   

La noche en vela no le sirvió de nada, porque cuando su alarma sonó, no solo se encontró con los ojos abiertos observando el techo, sino con ningún plan para conseguir acompañar a Alberto a la fiesta al día siguiente sin revelar sus verdaderas intenciones. Decepcionada, frustrada y molesta consigo misma, se dispuso a comenzar su día de mala gana, convencida de que sería uno pésimo.    

Y no se había equivocado, todo, absolutamente todo le había salido mal. Llegó tarde a su trabajo, algo que jamás le sucedía, por haberse lastimado el tobillo mientras corría. Para empeorar la situación, su computadora se arruinó y debieron cambiársela, retrasando todas sus tareas. Salió más tarde de lo planeado y decidió no ir al gimnasio, para no forzar su pie todavía lastimado, y regresó a su casa con ganas de echarse a dormir y nada más.   

Pidió algo para cenar, y se lanzó al sofá a ver una película a la que no le estaba prestando nada de atención, mientras acariciaba a Jazz, que estaba recostada sobre ella, pensando en lo único en que podía pensar: Verónica.   

- Me siento como una adolescente. Es más, creo que ni cuando estaba chamaca actuaba así. ¿Qué es lo que me pasa, eh? - Le preguntó a su única compañera, la encargada de oír todas sus penas, incluso más que Alberto. La perra alzó la cabeza, torciéndola levemente. Ana suspiró, continuando con sus caricias sobre el suave pelaje de Jazz mientras cerraba los ojos, soñando despierta con Verónica.   

Lentamente, el cansancio comenzó a vencerla hasta quedarse dormida, todavía con la imagen de la hermosa castaña en su mente. Fue el sonido de su teléfono lo que la despertó, sobresaltándola y también a Jazz, que descansaba aún sobre ella en el sofá. Un poco desorientada, se incorporó cuando Jazz bajó de su regazo, acomodándose al otro lado del sofá para continuar durmiendo.  

Tomó el celular, resoplando al ver que ya eran las once de la noche y quien llamaba era Alberto, que seguramente había salido a tomar por ahí y no respetaba para nada que ella tuviera que descansar para trabajar al día siguiente.   

- ¿Tienes idea de la hora qué es? - Dijo, sin preámbulos, sabiendo que no iba a tener mucho sentido aquella conversación, porque su amigo seguramente estaba demasiado ebrio.   

- Anita - Sólo por la forma en que dijo su nombre, Ana corroboró su teoría - Me tienes que ayudar, es cuestión de vida o muerte - Ana volvió a sentarse en el sofá, negando con la cabeza. No solo era un ebrio, también un dramático exagerado.   

- Si estás demasiado borracho y quieres que te vaya a buscar a algún lado, ya puedes colgar porque no lo haré - Respondió, mientras Jazz regresaba a recostarse sobre ella para recibir más cariños.   

- Noooo, yo estoy perfecto, Anita. Genial, nunca mejor - Con los años que llevaban siendo amigos, se habían vuelto una experta en entender a Alberto, lo cual era una fortuna en momentos como esos porque aunque ella había comprendido a la perfección lo que le acababa de decir, en realidad había salido de su boca como un montón de balbuceos sin sentido para cualquier otra persona.   

- ¿Entonces? - Insistió, deseando acabar la llamada e irse finalmente a la cama.   

- Dani me plantó, Anita. No quiere acompañarme mañana, nadie quiere. Por favor, tienes que venir conmigo - Sin poder evitarlo, sonrió. Era lo que había estado esperando, la excusa que necesitaba para volver a verla. - Ya sé, ya sé que me dirás que no quieres, que no es para tí, pero no tienes que hacer nada, ¿sí? O sea, fingimos que tomas una llave pero te vas por ahí o lo que sea, ¿okay? Por favor, por favor, por favor - Alberto no dejaba de hablar, y ella no hacía más que sonreír. Pero necesitaba sonar molesta, convencerlo de que sólo iría por él.  

El Juego De Las Llaves (VerAna)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora