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La morena se quitó sus panties y Verónica mordió sus labios al verla finalmente desnuda para ella. Ana se movió entre sus piernas hasta encajar sus cuerpos y ambas sisearon al sentir sus centros unirse.

Ana se movió primero despacio, acostumbrándose a la fascinante sensación de su humedad mezclándose con la de Verónica mientras dejaba suaves besos en su cuello y clavícula, y las manos de la castaña reposaban en sus hombros apretando cada vez más fuerte mientras ella, poco a poco aumentaba la velocidad.

Las respiraciones entrevistadas se convergieron en jadeos, luego en gemidos y finalmente en gritos, mientras ambas se acercaban al orgasmo. Ana se separó un poco extendiendo sus brazos para entrelazar sus miradas mientras sus embestidas se volvían cada vez más frenéticas y descontroladas.

Y sin poder evitarlo, como si las palabras hubieran estado creciendo en su garganta hasta alcanzar la punta de su lengua junto con su clímax, dejó escapar aquello que tanto temía decir pero ha no podía ocultar.

-Te amo - Le dijo, sosteniéndole la mirada sin dejar de moverse, mientras una lágrima se escapaba de los ojos de Verónica en el momento exacto en que ambas se dejaron ir, suspendidas en un mar de placer absoluto.

Ana cayó, extasiada y rendida sobre el cuerpo de Verónica, ambas cubiertas por una ligera capa de sudor, con sus corazones latiendo al mismo ritmo acelerado.

Sin darse cuenta, se quedó dormida sintiendo suaves caricias en su cabello pero un silencio que dolía más que una daga al corazón.

Despertó en algún momento de la madrugada sola, perdida en las sabanas y la inmensidad de su cama y miles de "te amo" acumulados en su alma.

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Ana mordió su labio inferior tan fuerte que casi pudo sentir el gusto ferroso de la sangre regándose sútilmente por sus labios. Pero en esa ocasión, no los llevaba de rojo sino de color natural que acompañaba perfectamente el resto del maquillaje suave y delicado que había elegido para la velada. Aún con el hermoso traje de dos piezas negro que Alberto le había ayudado a escoger, y aunque en esa ocasión ya era muy consciente de donde estaba y lo que se practicaba en aquel lugar, se sintió tan incómoda y fuera de lugar como la primera vez, mientras caminaba del brazo con su amigo hacia la entrada de la mansión.

No había vuelto a saber de Verónica y había decidido no asistir y olvidarla. Pero Alberto había insistido en que debía hablar con ella, que merecía una explicación. Y, por mucho que le pesara, sabía que tenía razón. Necesitaba quitarse todas las dudas aunque fuera doloroso.

Luego de dar sus nombres, caminaron hacia las vasijas, tomando cada uno una llave que sabían que no utilizarían. Se mezclaron entre la gente, cada uno con una copa de champagne en la mano y un silencio incómodo entre ambos, mientras esperaban divisar cada uno a la persona que realmente les interesaba.

Alberto tuvo mucha más suerte, porque Omar fue a su encuentro sin dudarlo, uniéndose a ellos en una conversación tan irrelevante que Ana ni siquiera podía recordar nada de lo que decían en el segundo que las palabras dejaban sus bocas.

Se alejó un poco de ellos, buscando refugio en un rincón mientras intentaba calmar sus nervios, pero sus planes se vieron interrumpidos cuando, al alzar la vista, pudo ver al otro lado del salón a la mujer más hermosa del planeta descendiendo por las escaleras del brazo de Adolfo Alba. Recordándole una vez más que no era suya. Que jamás lo sería.

Verónica llevaba el cabello recogido en una coleta baja, perfectamente peinado y un maquillaje apenas visible que dejaba que sus ojos se robaran todo el protagonismo. Un top rosa de tirantes finos exponiendo su perfecto cuerpo, debajo de una chaqueta blanca que solo portaba por los hombros, en juego con unos pantalones del mismo color que se ceñían a su cintura para ampliarse después.

Ana la observó perpleja mientras descendía, riendo de algo que Adolfo le decía, hasta que llegaron al salón y se perdieron entre la multitud saludando, hablando, divirtiéndose frente a los ojos de Ana hasta que ya no pudo encontrarlos.

Poco a poco, el lugar se fue vaciando mientras las habitaciones comenzaban a ocuparse y el dolor en el pecho de Ana crecía. Hasta que decidió, en un último acto de esperanza, subir a la biblioteca.

Cada peldaño de la escalera le parecía una sentencia de muerte, un paso más que la acercaba a un destino incierto pero a la vez conocido. Porque en el fondo sabía lo que iba a encontrar allí.

Eso fue lo que halló al abrir la puerta. Silencio, oscuridad y las palabras de miles de escritores encerradas en los libros que decoraban cada rincón. Pero ni una sola señal de Verónica.

Se sentó en su lugar, en ese en que la había visto tan poderosa aquella primera noche, esperando. Albergando la inocente ilusión de que la puerta se abriera y pudieran repetir un encuentro más. Otra noche de ellas dos y que el mundo desapareciera a su alrededor.

Pero los minutos pasaron convirtiéndose en horas y la luna dio paso al sol, llévandose con ella la esperanza.

Con los ojos llenos de lágrimas y un nudo en la garganta, se marchó de la mansión con el único objetivo de olvidar a Verónica Castro.

El Juego De Las Llaves (VerAna)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora