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Verónica volvió a sentarse, esta vez no dejando demasiado espacio entre ellas, permitiendo que sus piernas se tocaran, provocando que el cuerpo de Ana reaccionara de inmediato. Se sentía sofocada, pero no de una mala forma.

- Fuera por lo que fuera, me alegra que lo hayas hecho - Le sonrió, tomando otra vez sus manos. - Pero, ¿no piensas jugar? - Ana no conocía lo suficiente a Verónica como para descifrar qué era, pero había un tono singular en la forma en qué le preguntó aquello, que no parecía simple curiosidad.

- Tal vez, algún día. Pero seguro no será esta noche - Respondió, intentando hacerle saber que lo único que le interesaba en ese momento era estar con ella.

- Bueno, es todo un avance que puedas considerar hacerlo en algún momento, ¿no? - La verdad es que no había nada que le pudiera interesar menos que la idea de participar del juego. En lo único que podía concentrarse era en su cercanía con Verónica, en como brillaban sus hermosos ojos verdes, en la calidez de su piel y el ligero rubor de sus mejillas.

- Creo.... Mmm, creo que ya debería irme. Seguramente debes estar deseando unirte al juego y yo aquí, reteniéndote - Luego de unos segundos de silencio, Ana habló, lista para marcharse con todo lo que deseaba hacer y decir atorado.

- ¿Qué? No, yo planeé todo esto, no me vas a abandonar, ¿verdad? Además, tu misma lo dijiste, apenas sí hemos podido hablar, esta es la oportunidad perfecta para conocernos, ¿no? - Ana sintió su corazón acelerarse. Verónica le había parecido hermosa e interesante en su primer encuentro, misteriosa, poderosa, impresionante. Pero, ahora que la veía así, sobria, divertida, amable, le atraía todavía más si es que era posible.

No, no le atraía. Le gustaba, y lo sabía muy bien. Le gustaba mucho, y no había forma de que se fuera a negar de pasar la noche con ella, incluso si eso no era lo que la mayoría imaginaba que implicaba estando en el sitio donde se encontraban.

Para su sorpresa, la castaña estaba dispuesta a pasar el tiempo junto a ella de la misma forma. Las horas pasaron, y se encontraron envueltas en conversaciones interminables sobre sus familias, amigos, el universo, sus sueños, la vida.

Se enteró que Verónica era la hija menor de tres, y que su hermano José Alberto vivía en Alemania con su esposa desde hacía muchos años. Se habían conocido, de hecho, en ese mismo país de vacaciones con sus amigos, cada uno por separado. Y, según él, fue amor a primera vista. Tanto disfrutaron encontrarse allí y el tiempo que tuvieron juntos, que ninguno regresó.

También supo que, desgraciadamente, la madre de Vero había muerto cuando ella era pequeña, sumiendo a todos en una profunda tristeza y empujando a su padre a refugiarse en su trabajo. Fue por eso, lo sucedido con su hermana, había sido un golpe muy duro para todos y en especial para él. Entonces, la castaña con el fin de ayudarlo, se había casado con Adolfo, salvando a la empresa de la bancarrota luego de utilizar casi todo el dinero de la familia para evitar que Beatriz fuera a la cárcel.

Adolfo provenía de una familia igual o más rica que la de Verónica, y habían sido amigos toda la vida, hasta que él se marchó a Canadá a estudiar. Cuando regresó, en medio de la tormenta que atravesaban los Castro, él y su padre les ofrecieron un trato que les convenía a todos. Por un lado, los Alba se apoderarían del emporio de la familia de Verónica en una alianza de negocios histórica, sellada por el matrimonio de ambos, y salvando a los Castro de la ruina. Pero, además, la fachada de su unión era de gran ayuda para Adolfo y sus fetiches.

Él había introducido a Verónica a ese mundo en el que ambas ahora se habían encontrado, y tal y como le había dicho en su primera noche juntas, no había sido nada sencillo para ella aceptarlo, entenderlo y mucho menos practicarlo. Pero, con el tiempo, acabó por encontrarle el gusto. Y es que, estar en una relación con alguien que sólo consideras tu amigo y de quien sabes que no estás y jamás estarás enamorada, era un poco triste. Pero ambos habían hallado la posibilidad de seguir siendo libres, aún con sus anillos en los dedos, dentro de esas fiestas.

Verónica no solo habló de ella, claro, le hizo una y mil preguntas a Ana sobre su madre, su padre, su infancia en Sayulita, su trabajo, su carrera, Jazz y hasta su amistad con Alberto, sorpendiéndose mucho cuando le reveló que Omar era el verdadero responsable de que ella estuviera en ese sitio. Al parecer, el primo de Adolfo era muy parecido a su amigo y rara vez se encaprichaba de esa forma con alguien como lo estaba haciendo con su amigo.

Eran ya las tres de la mañana y a Ana comenzaba a vencerla el sueño, pero sus charlas con Verónica eran algo que no podía perderse. Se encontraban recostadas en la cama, completamente despreocupadas por el estado y la elegancia de sus vestidos. Los tacones altos en el piso, los peinados arruinados y el maquillaje desgastado.

La castaña se hallaba boca arriba, hablando sobre su obsesión con la luna, la astrología y otras tantas cosas más que Ana no comprendía. Sin embargo, ella la miraba con suma atención, recostada de un lado, con sus dos manos debajo de su cabeza como si le estuviera revelando todos los secretos del universo.

En su mente, repasaba una y otra vez las facciones de la mujer frente a ella, sorprendiéndose de su belleza a cada segundo y encantada por la pasión con la que hablaba. Pero, su agotamiento fue más fuerte y, sin darse cuenta, sus ojos fueron cediendo hasta que cayó en un profundo sueño con la voz de Verónica como canción de cuna.

Sus ojos no volvieron a abrirse hasta que los rayos del sol del amanecer acariciaron sus párpados. Pestañeó algunas veces, intentando recordar dónde estaba. No fue el sitio lo que reconoció, sino el hermoso y angelical rostro descansando justo a unos centímetros del suyo.

Verónica estaba completamente dormida, con una expresión de relajación y paz absolutas, que le sentaban a la perfección. Un rebelde mechón de cabello caía sobre su rostro, y con un delicado movimiento Ana lo apartó para poder deleitarse todavía más con su hermosura. Acarició con suavidad su pómulo antes de retirar la mano, mientras sus ojos caían incontrolablemente sobre los rosados y carnosos labios que deseaba besar desde hacía un mes. Solo podía pensar en probarlos, en cómo se sentirían al fusionarse con los suyos.

Mientras se preguntaba una y otra vez qué tan maravilloso podría ser besarla, pudo presenciar el mágico momento en que los párpados de Verónica se abrieron con suma lentitud, casi en cámara lenta, dejando al descubierto ese mar intenso, inquieto y misterioso que era su mirada. Ana se quedó sin aliento, como ya era costumbre, al tenerla tan cerca, al sentir el aire que escapaba de entre sus labios mezclándose con el suyo, el calor que irradiaba su piel protegiendo el espacio entre ellas.

El Juego De Las Llaves (VerAna)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora