Prólogo

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Todo era blanco.

Blanca el agua helada en forma de nieve que caía del cielo y le empapaba el cabello, el rostro y la ropa.

Blanco el suelo de la inmensa explanada que hundía sus pies unos milímetros hasta tocar la tierra embarrada que había debajo.

Pero todo también era rojo.

Rojo que se mezclaba con el blanco en sus cabellos, en su rostro, en la ropa oscura que había vestido durante dos días seguidos. Rojo mezclado con barro en la superficie nevada. Superficie que también estaba llena de cadáveres.

Había centenares desperdigados por todo el terreno situado en la falda de la montaña. Una parte de aquellos cuerpos inmóviles eran de amigos, conocidos o, simplemente, seres como él. Otros, en cambio, eran de los animales— ¡las bestias! — con los que llevaban combatiendo siglos.

Siglos que parecía no tener fin.

Siglos que acababan de arrancarle lo único que le había devuelto las ganas de vivir.

Paralizado, más de lo habitual para los suyos, completamente erguido y con los ojos fijos en el cuerpo que había a un par de metros de su posición, se encontraba Mikhail Morozov. Lo único de su anatomía que parecía contradecir aquella inmovilidad eran sus manos que, manchadas de sangre y vísceras, no dejaban de temblar.

Normalmente, después de haber destripado a un lobo, estaría arrugando la nariz ante el mal olor que exudaba aquella sangre impregnada en cada una de sus falanges, uñas y palmas. Tendría arcadas y unas ganas de regurgitar difíciles de controlar al no estar todavía acostumbrado a aquel hedor. Pero las ganas de vomitar de Mikhail no tenían nada que ver con el apestoso olor de licántropo que llevaba encima, sino el hecho de que el hombre más importante de su vida estaba cubierto de sangre —suya y enemiga—, con la garganta abierta y contemplando el cielo gris sin ver. Sin respirar. Sin vida.

Su cerebro comenzó a teorizar a toda velocidad con cientos de posibilidades para negar lo que sus ojos le estaban mostrando. Una pesadilla de mal gusto habría sido una opción bastante lógica si no fuera porque el propio Misha estaba malherido y el dolor físico indicaba que no estaba soñando. La siguiente probabilidad, una que solía pasarle con frecuencia a los suyos, era estar en estado catatónico a causa del shock producido por una herida grave. Y Aleksandr tenía una tan fea que era imposible que alguien pudiera seguir viviendo.

Pero también era imposible que estuviera muerto. Él no. Sasha no.

A su espalda, a pocos pasos de él, escuchó la voz de Dimitri llamándolo y sus sentidos percibieron la mano de éste acercándose para colocarse en su hombro, pero Misha, sin saber qué fuerza lo impulsaba, se alejó de su compañero para acortar la distancia que lo separaba de Aleksandr y sus rodillas impactaron con fuerza contra el suelo nevado. Alargó las manos temblorosas y las detuvo en el aire, incapaces de tocar el rostro pétreo de Sasha. Porque, si lo hacía, estaba seguro de que sus vanas esperanzas, las mínimas que estaban logrando que no entrara en shock, se desvanecerían como la nieve que se derrite en primavera.

—¿Sasha? —¿Cuándo había sido la última vez que había escuchado su voz tan rota? Tan llena de terror.

—Misha.

Dima, tras de él, acompañado de su hermana Rena, colocó la mano sobre su hombro con suavidad. La misma con la que había pronunciado el diminutivo de su nombre. Mikhail, ignorándole, se desembarazó de su toque y se llevó el antebrazo derecho a la boca. El cuero de la chaqueta y el algodón de su camisa se hicieron pedazos al igual que la piel y la carne del mismo Misha. Una gran cantidad de sangre salió de la fea herida autoinfligida y llevó el brazo hacia la boca entreabierta de Aleksandr.

Los labios de Sasha, blancos y ajados, restaron quietos a pesar de las gotas que caían sobre ellos. Su lengua tampoco salió para recibir la sangre que hacía tres días lamía de una de las tantas placenteras heridas que solía hacerle a Misha cuando le mordía en el cuello, las muñecas o entre los muslos antes de hacerle el amor.

—Misha, para —decía la voz de Dima —. Es inútil.

¿Cómo iba a ser inútil? ¿Es que estaba ciego? ¿No veía que Sasha necesitaba sangre externa para poder regenerarse?

—Está muerto.

—Cállate —dijo entre dientes apretando la herida. Más sangre cayó sobre la boca de Sasha sin que éste se moviera, sin que la sangre de la herida de su cuello dejara de salir. Sin que la herida se cerrara.

—¿No ves que te vas a matar si no dejas de desangrarte a ti mismo por alguien que ya no...?

—¡Cállate! —gritó Misha volviéndose hacia Dimitri y propinándole un fuerte empujón que lo lanzó a varios metros e hizo que Rena se precipitara a capturar a su hermano para evitar que se hiciera más daño del que ya se había hecho en la batalla —. Cállate, cállate, cállate —repitió como un poseso, sin dejar de temblar, con la mirada borrosa. Las lágrimas que salían de sus ojos estaban mezclándose con la nieve, la sangre y el barro que lo acompañaban como una segunda piel lo que parecía una eternidad.

Con un grito desgarrador, que hizo que los vampiros supervivientes y vencedores de una nueva batalla en la guerra contra los licántropos se volvieran hacia él, Misha abrazó el cuerpo inerte de Sasha. El vampiro que lo salvó de los lobos cuando estaban a punto de matarlo. El vampiro que lo había transformado en neófito. El vampiro que le había dado una nueva vida y un nuevo camino.

El vampiro que amaba y que se había llevado, con su muerte, todo lo que Mikhail había sido, era y sería.

Alfa. Seducción peligrosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora