Misha

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De todas las leyendas y mitos que los humanos habían inventado sobre nuestra especie, solamente una de ellas no iba del todo desencaminada. Si bien es cierto que la luz del sol no nos mata, lo que sí es verídico es que, una vez muerto, un vampiro se convierte en cenizas.

Un dicho de los lobos dice que los vampiros prendemos bien. Y es muy cierto.

Poco tolerantes a la luz del sol, nuestros cuerpos son potencialmente inflamables y, por ende, fácilmente nos reducimos a cenizas sin que sea necesaria una gran temperatura. La carne y los huesos se consumen como si fueran hojas de papel. Puede que, por ello, cuando algún vampiro ardía frente a algún humano, estos creyeran que era por otros motivos más místicos.

Frente a mis ojos, el cuerpo de Grigoryi ardía en un horno sofisticado y creado expresamente para la incineración de los nuestros. Antes del avance tecnológico, su cadáver habría sido colocado en una pira funeraria de tres metros de alto construida con madera de fresno. Y, bajo el cadáver, habría habido un lecho de romero y lavanda.

Esos tiempos habían quedado atrás.

Bajo la mansión principal del Clan había sido construido un crematorio y, cada vez que alguno dejaba este mundo, todos los aquelarres y purasangre nos reuníamos para rendirle los respetos que merecía aquel o aquella que marchaba después de haber luchado de forma heroica contra el enemigo.

No aparté la mirada ni un instante del horno a pesar de que sentía muchísimas clavadas en mí. La que más me inquietaba era la de Anton. Había en ella algo más que tristeza o disgusto. Había rabia y odio. Uno dirigido a mí y que no debía pasar por alto. Mucho menos cuando mi instinto me decía que algo no iba bien.

La mano de Dimitri se entrelazó con la mía y sentí que la tensión de mis músculos disminuía un poco. Al menos le tenía a él a mi lado y a casi todos los vampiros de mi aquelarre apoyando mi decisión. Vampiros que habían confraternizado con la manada de Glenn y que, al igual que yo, les habían cogido cariño al ver que la paz entre ambas especies podía ser real. Que, en nuestro caso, había sido real.

La prueba más fehaciente de que vampiros y licántropos podíamos coexistir juntos éramos Glenn y yo.

Aparté la mirada un instante de los restos calcinados de Grisha para fijar mis ojos en Konstantin. Colocado entre los Ancianos, su mirada estaba perdida en el infinito, completamente estoico como si su mente estuviera muy lejos de su cuerpo. Y, posiblemente así fuera. No era extraño que los Primeros entraran en estados de inmovilidad total, completamente desconectados con el mundo que los rodeaba, sus mentes perdidas, divagando en multitud de pensamientos. Aunque esas desconexiones no era sinónimo de indefensión.

No pasaron ni tres segundos cuando sus ojos negros dejaron de parecer los de un pez muerto para devolverme la mirada. Ésta fue fugaz porque, en un pestañeo, Kostya regresó a su inmovilidad. Pero, en nuestro leve contacto, había podido ver la advertencia en sus iris. La misma que había podido vislumbrar en el contenido de su mensaje de texto y que, a pesar de todo, no había querido compartir con Glenn. Bastante tenía él que soportar con su manda para añadirle otra posible preocupación: que mi clan nos había traicionado.

Aunque Konstantin no había sido tan explícito (el Clan tenía acceso al contenido de nuestros teléfonos), nos conocíamos lo suficiente para saber comunicarnos de forma implícita. Además, ¿qué otra explicación había para que unos lobos entraran sin miramientos en territorio de vampiros para atacar a otros lobos que, en teoría, estaban bajo la protección de dichos vampiros? Algo había sucedido entre la primera vez que nos encontramos con Rainer y su grupo en el DJ Bat y el ataque de anoche. Algo que Konstantin sospechaba, pero de lo que no tenía pruebas salvo la de la certeza que le comunicaba su instinto.

Alfa. Seducción peligrosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora