El alcalde, único funcionario, máxima autoridad y representante de un
poder demasiado lejano como para provocar temor, era un individuo obeso que
sudaba sin descanso.
Decían los lugareños que la sudadera le empezó apenas pisó tierra luego
de desembarcar del Sucre, y desde entonces no dejó de estrujar pañuelos,
ganándose el apodo de la Babosa.
Murmuraban también que antes de llegar a El Idilio estuvo asignado en
alguna ciudad grande de la sierra, y que a causa de un desfalco lo enviaron a
ese rincón perdido del oriente como castigo.
Sudaba, y su otra ocupación consistía en administrar la provisión de
cerveza. Estiraba las botellas bebiendo sentado en su despacho, a tragos cortos,
pues sabía que una vez terminada la provisión la realidad se tornaría más
desesperante.
Cuando la suerte estaba de su parte, podía ocurrir que la sequía se viera
recompensada con la visita de un gringo bien provisto de whisky. El alcalde no
bebía aguardiente como los demás lugareños. Aseguraba que el Frontera le
provocaba pesadillas y vivía acosado por el fantasma de la locura.
Desde alguna fecha imprecisa vivía con una indígena a la que golpeaba
salvajemente acusá ndola de haberle embrujado, y todos esperaban que la mujer
lo asesinara. Se hacían incluso apuestas al respecto.
Desde el momento de su arribo, siete años atrás, se hizo odiar por todos.
Llegó con la manía de cobrar impuestos por razones incomprensibles.
Pretendió vender permisos de pesca y caza en un territorio ingobernable. Quiso
cobrar derecho de usufructo a los recolectores de leña que juntaban madera
húmeda en una selva más antigua que todos los Estados, y en un arresto de celo
cívico mandó construir una choza de cañas para encerrar a los borrachos que se
negaban a pagar las multas por alteración del orden público.
Su paso provocaba miradas despectivas, y su sudor abonaba el odio de los
lugareños.
El anterior dignatario, en cambio, sí fue un hombre querido. Vivir y dejar
vivir era su lema. A él le debían las llegadas del barco y las visitas del correo y
del dentista, pero duró poco en el cargo.
Cierta tarde mantuvo un altercado con unos buscadores de oro, y a los dos
días lo encontraron con la cabeza abierta a machetazos y medio devorado por
las hormigas.
El Idilio permaneció un par de años sin autoridad que resguardara la
soberanía ecuatoriana de aquella selva sin límites posibles, hasta que el poder
central mandó al sancionado.
Cada lunes -tenía obsesión por los lunes- lo miraban izar la bandera en
un palo del muelle, hasta que una tormenta se llevó el trapo selva adentro, y
con él la certeza de los lunes que no importaban a nadie.
El alcalde llegó al muelle. Se pasaba un pañuelo por la cara y el cuello.
Estrujándolo, ordenó subir el cadáver.
Se trataba de un hombre joven, no más de cuarenta años, rubio y de