Capítulo segundo

480 6 0
                                    


El alcalde, único funcionario, máxima autoridad y representante de un


poder demasiado lejano como para provocar temor, era un individuo obeso que


sudaba sin descanso.


Decían los lugareños que la sudadera le empezó apenas pisó tierra luego


de desembarcar del Sucre, y desde entonces no dejó de estrujar pañuelos,


ganándose el apodo de la Babosa.


Murmuraban también que antes de llegar a El Idilio estuvo asignado en


alguna ciudad grande de la sierra, y que a causa de un desfalco lo enviaron a


ese rincón perdido del oriente como castigo.


Sudaba, y su otra ocupación consistía en administrar la provisión de


cerveza. Estiraba las botellas bebiendo sentado en su despacho, a tragos cortos,


pues sabía que una vez terminada la provisión la realidad se tornaría más


desesperante.


Cuando la suerte estaba de su parte, podía ocurrir que la sequía se viera


recompensada con la visita de un gringo bien provisto de whisky. El alcalde no


bebía aguardiente como los demás lugareños. Aseguraba que el Frontera le


provocaba pesadillas y vivía acosado por el fantasma de la locura.


Desde alguna fecha imprecisa vivía con una indígena a la que golpeaba


salvajemente acusá ndola de haberle embrujado, y todos esperaban que la mujer


lo asesinara. Se hacían incluso apuestas al respecto.


Desde el momento de su arribo, siete años atrás, se hizo odiar por todos.


Llegó con la manía de cobrar impuestos por razones incomprensibles.


Pretendió vender permisos de pesca y caza en un territorio ingobernable. Quiso


cobrar derecho de usufructo a los recolectores de leña que juntaban madera


húmeda en una selva más antigua que todos los Estados, y en un arresto de celo


cívico mandó construir una choza de cañas para encerrar a los borrachos que se


negaban a pagar las multas por alteración del orden público.


Su paso provocaba miradas despectivas, y su sudor abonaba el odio de los


lugareños.


El anterior dignatario, en cambio, sí fue un hombre querido. Vivir y dejar


vivir era su lema. A él le debían las llegadas del barco y las visitas del correo y


del dentista, pero duró poco en el cargo.


Cierta tarde mantuvo un altercado con unos buscadores de oro, y a los dos


días lo encontraron con la cabeza abierta a machetazos y medio devorado por


las hormigas.


El Idilio permaneció un par de años sin autoridad que resguardara la


soberanía ecuatoriana de aquella selva sin límites posibles, hasta que el poder


central mandó al sancionado.


Cada lunes -tenía obsesión por los lunes- lo miraban izar la bandera en


un palo del muelle, hasta que una tormenta se llevó el trapo selva adentro, y


con él la certeza de los lunes que no importaban a nadie.


El alcalde llegó al muelle. Se pasaba un pañuelo por la cara y el cuello.


Estrujándolo, ordenó subir el cadáver.


Se trataba de un hombre joven, no más de cuarenta años, rubio y de

UN VIEJO
 QUE LEÍA NOVELAS 
 DE AMORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora