su espalda el olor a leche que la hembra rastreó. Ya mató a un hombre. Ya sintió
y conoció el sabor de la sangre humana, y para el pequeño cerebro del bicho
todos los hombres somos los asesinos de su carnada, todos tenemos el mismo
olor para ella.
Deje que los shuar se marchen. Tienen que avisar en su caserío y en los
cercanos. Cada día que pase tornará más desesperada y peligrosa a la hembra, y
buscará sangre cerca de los poblados. ¡Gringo hijo de la gran puta! Mire las
pieles. Pequeñas, inservibles. ¡Cazar con las lluvias encima, y con escopeta!
Mire la de perforaciones que tienen. ¿Se da cuenta? Usted acusando a los shuar,
y ahora tenemos que el infractor es gringo. Cazando fuera de temporada, y
especies prohibidas. Y si está pensando en el arma, le aseguro que los shuar no
la tienen, pues lo encontraron muy lejos del lugar de su muerte. ¿No me cree?
Fíjese en las botas. La parte de los talones está desgarrada. Eso quiere decir que
la hembra lo arrastró un buen tramo luego de matarlo. Mire los desgarros de la
camisa, en el pecho. De ahí lo tomó el animal con los dientes, para jalarlo. Pobre
gringo. La muerte tiene que haber sido horrorosa. Mire la herida. Una de las
garras le destrozó la yugular. Ha de haber agonizado una media hora mientras
la hembra le bebía la sangre manando a borbotones, y después, inteligente el
animal, lo arrastró hasta la orilla del río para impedir que lo devorasen las
hormigas. Entonces lo meó, marcándolo, y debió de andar en busca del macho
cuando los shuar lo encontraron. Déjelos ir, y pídales que avisen a los
buscadores de oro que acampan en la ribera. Una tigrilla enloquecida de dolor
es más peligrosa que veinte asesinos juntos.
El alcalde no respondió ni una palabra y se marchó a escribir el parte para
el puesto policial de El Dorado.
El aire se notaba cada vez más caliente y espeso. Pegajoso, se adhería a la
piel como una molesta película, y traía desde la selva el silencio previo a la
tormenta. De un momento a otro se abrirían las esclusas del cielo.
Desde la alcaldía llegaba el lento tipear de una máquina de escribir, en
tanto un par de hombres terminaban el cajón para transportar el cadáver que
esperaba olvidado sobre las tablas del muelle.
El patrón del Sucre maldecía mirando el cielo pringado y no dejaba de
putear al muerto. El mismo se encargó de rellenar el cajón con un lecho de sal,
sabiendo que no serviría de mucho.
Lo que debía hacerse era lo acostumbrado con toda persona muerta en la
selva, que por absurdas disposiciones jurídicas no podía ser olvidada en un
claro de jungla: abrirle un buen tajo del cuello a la ingle, vaciarle el triperío y
rellenar el cuerpo con sal. De esa manera llegaban presentables hasta el final del
viaje. Pero, en este caso, se trataba de un condenado gringo y era necesario
llevarlo entero, con los gusanos comiéndoselo por dentro, y al desembarcar no
sería más que un pestilente saco de humores.
El dentista y el viejo miraban pasar el río sentados sobre bombonas de gas.
A ratos intercambiaban la botella de Frontera y fumaban cigarros de hoja dura,
de los que no apaga la humedad.
-¡Caramba!, Antonio José Bolívar, dejaste mudo a su excelencia. No te
conocía como detective. Lo humillaste delante de todos, y se lo merece. Espero