Capítulo tercero

395 2 1
                                    


Antonio José Bolívar Proaño sabía leer, pero no escribir.


A lo sumo, conseguía garrapatear su nombre cuando debía firmar algún


papel oficial, por ejemplo en época de elecciones, pero como tales sucesos


ocurrían muy esporádicamente casi lo había olvidado.


Leía lentamente, juntando las sílabas, murmurándolas a media voz como


si las paladeara, y al tener dominada la palabra entera la repetía de un viaje.


Luego hacía lo mismo con la frase completa, y de esa manera se apropiaba de


los sentimientos e ideas plasmados en las páginas.


Cuando un pasaje le agradaba especialmente lo repetía muchas veces,


todas las que estimara necesarias para descubrir cuan hermoso podía ser


también el lenguaje humano.


Leía con ayuda de una lupa, la segunda de sus pertenencias queridas. La


primera era la dentadura postiza.


Habitaba una choza de cañas de unos diez metros cuadrados en los que


ordenaba el escaso mobiliario; la hamaca de yute, el cajón cervecero sosteniendo la


hornilla de queroseno, y una mesa alta, muy alta, porque cuando sintió por


primera vez dolores en la espalda supo que los años se le echaban encima y


decidió sentarse lo menos posible.


Construyó entonces la mesa de patas largas que le servía para comer de


pie y para leer sus novelas de amor.


La choza estaba protegida por una techumbre de paja tejida y tenía una


ventana abierta al río. Frente a ella se arrimaba la alta mesa.


Junto a la puerta colgaba una deshilachada toalla y la barra de jabón


renovada dos veces al año. Se trataba de un buen jabón con penetrante olor a


sebo, y lavaba bien la ropa, los platos, los tiestos de cocina, el cabello y el


cuerpo.


En un muro, a los pies de la hamaca, colgaba un retrato retocado por un


artista serrano, y en él se veía a una pareja joven.


El hombre, Antonio José Bolívar Proaño, vestía un traje azul riguroso,


camisa blanca, y una corbata listada que sólo existió en la imaginación del


retratista.


La mujer, Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán


Otavalo, vestía ropajes que sí existieron y continuaban existiendo en los rinco-


nes porfiados de la memoria, en los mismos donde se embosca el tábano de la


soledad.


Una mantilla de terciopelo azul confería dignidad a la cabeza sin ocultar


del todo la brillante cabellera negra, partida al medio, en un viaje vegetal hacia


la espalda. De las orejas pendían zarcillos circulares dorados, y el cuello lo


rodeaban varias vueltas de cuentas también doradas.


La parte del pecho presente en el retrato enseñaba una blusa ricamente


bordada a la manera otavaleña, y más arriba la mujer sonreía con una boca


pequeña y roja.


Se conocieron de niños en San Luis, un poblado serrano aledaño al volcán


Imbabura. Tenían trece años cuando los comprometieron, y luego de una fiesta


celebrada dos años más tarde, de la que no participaron mayormente, inhibidos

UN VIEJO
 QUE LEÍA NOVELAS 
 DE AMORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora