Antonio José Bolívar Proaño sabía leer, pero no escribir.
A lo sumo, conseguía garrapatear su nombre cuando debía firmar algún
papel oficial, por ejemplo en época de elecciones, pero como tales sucesos
ocurrían muy esporádicamente casi lo había olvidado.
Leía lentamente, juntando las sílabas, murmurándolas a media voz como
si las paladeara, y al tener dominada la palabra entera la repetía de un viaje.
Luego hacía lo mismo con la frase completa, y de esa manera se apropiaba de
los sentimientos e ideas plasmados en las páginas.
Cuando un pasaje le agradaba especialmente lo repetía muchas veces,
todas las que estimara necesarias para descubrir cuan hermoso podía ser
también el lenguaje humano.
Leía con ayuda de una lupa, la segunda de sus pertenencias queridas. La
primera era la dentadura postiza.
Habitaba una choza de cañas de unos diez metros cuadrados en los que
ordenaba el escaso mobiliario; la hamaca de yute, el cajón cervecero sosteniendo la
hornilla de queroseno, y una mesa alta, muy alta, porque cuando sintió por
primera vez dolores en la espalda supo que los años se le echaban encima y
decidió sentarse lo menos posible.
Construyó entonces la mesa de patas largas que le servía para comer de
pie y para leer sus novelas de amor.
La choza estaba protegida por una techumbre de paja tejida y tenía una
ventana abierta al río. Frente a ella se arrimaba la alta mesa.
Junto a la puerta colgaba una deshilachada toalla y la barra de jabón
renovada dos veces al año. Se trataba de un buen jabón con penetrante olor a
sebo, y lavaba bien la ropa, los platos, los tiestos de cocina, el cabello y el
cuerpo.
En un muro, a los pies de la hamaca, colgaba un retrato retocado por un
artista serrano, y en él se veía a una pareja joven.
El hombre, Antonio José Bolívar Proaño, vestía un traje azul riguroso,
camisa blanca, y una corbata listada que sólo existió en la imaginación del
retratista.
La mujer, Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán
Otavalo, vestía ropajes que sí existieron y continuaban existiendo en los rinco-
nes porfiados de la memoria, en los mismos donde se embosca el tábano de la
soledad.
Una mantilla de terciopelo azul confería dignidad a la cabeza sin ocultar
del todo la brillante cabellera negra, partida al medio, en un viaje vegetal hacia
la espalda. De las orejas pendían zarcillos circulares dorados, y el cuello lo
rodeaban varias vueltas de cuentas también doradas.
La parte del pecho presente en el retrato enseñaba una blusa ricamente
bordada a la manera otavaleña, y más arriba la mujer sonreía con una boca
pequeña y roja.
Se conocieron de niños en San Luis, un poblado serrano aledaño al volcán
Imbabura. Tenían trece años cuando los comprometieron, y luego de una fiesta
celebrada dos años más tarde, de la que no participaron mayormente, inhibidos