luchan por vencer las dificultades que les impiden ser felices.
El llamado del Sucre anunció el momento de zarpar y no se atrevió a
pedirle al cura que le dejase el libro. Lo que sí le dejó, a cambio, fueron mayores
deseos de leer.
Pasó toda la estación de las lluvias rumiando su desgracia de lector inútil,
y por primera vez se vio acosado por el animal de la soledad. Bicho astuto.
Atento al menor descuido para apropiarse de su voz condenándolo a largas
conferencias huérfanas de auditorio.
Tenía que hacerse de lectura y para ello precisaba salir de El Idilio. Tal vez
no fuera necesario viajar muy lejos, tal vez en El Dorado habría alguien que
poseyera libros, y se estrujaba la cabeza pensando en cómo hacer para
conseguirlos.
Cuando las lluvias amainaron y la selva se pobló de animales nuevos,
abandonó la choza y, premunido de la escopeta, varios metros de cuerda y el
machete convenientemente afilado, se adentró en el monte.
Allí permaneció por casi dos semanas, en los territorios de los animales
apreciados por los hombres blancos.
En la región de los micos, región de vegetación elevada, vació unas
docenas de cocos para preparar las trampas. Lo aprendió con los shuar y no era
difícil. Bastaba con vaciar los cocos haciéndoles una abertura de no más de una
pulgada de diámetro, hacerles en el otro lado un agujero que permitiera pasar
una cuerda y asegurarla por dentro mediante un apretado nudo ciego. El otro
extremo de la cuerda se ataba a un tronco y finalmente se metían algunos
guijarros en la calabaza. Los micos, observándolo todo desde la altura, apenas
esperarían a que se marchara para bajar a comprobar el contenido de las
calabazas. Las tomarían, las agitarían, y al escuchar el sonido de sonajero
producido por los guijarros meterían una mano tratando de sacarlos. En cuanto
tuvieran una piedrecita en la mano, la empuñarían, los muy avaros, y lucharían
inútilmente por sacarla.
Dispuso las trampas, y antes de dejar la región de los micos buscó un
papayo alto, uno de los con razón llamados papayos del mico, tan altos, que
solamente ellos conseguían llegar hasta los frutos deliciosamente asoleados y
muy dulces.
Meció el tronco hasta que cayeron dos frutos de pulpa fragante, y se
encaminó hasta la región de los loros, papagayos y tucanes.
Cargaba los frutos en el morral y caminaba buscando los claros de selva,
evitando encuentros con animales no deseados.
Una serie de quebradas lo condujeron hasta una zona de vegetación
frondosa, poblada de avisperos y panales de abejas laboriosas, veteada de
mierda de pájaros por todas partes. En cuanto se internó en esa espesura se
produjo un silencio que duró varias horas, hasta que las aves se acostumbraron
a su presencia.
Con lianas y bejucos fabricó dos jaulas de tejido cerrado, y al tenerlas listas
buscó plantas de yahuasca.
Entonces desmenuzó las papayas, mezcló la olorosa pulpa amarilla de los
frutos con el zumo de las raíces de yahuasca conseguido a golpes de mango de machete, y, fumando, esperó a que la mezcla fermentase. Probó. Sabía dulce y
fuerte. Satisfecho, se alejó hasta un riachuelo, donde acampó hartándose de
peces.
Al día siguiente comprobó el éxito obtenido con las trampas.
En la región de los micos encontró a una docena de animales fatigados por
el estéril esfuerzo de liberar sus manos empuñadas, atrapadas en las calabazas.
Seleccionó tres parejas jóvenes, las metió en una de las jaulas y liberó al resto de
los micos.
Más tarde, donde había dejado los frutos fermentados encontró una
multitud de loros, papagayos y otras aves durmiendo en las posiciones más
inimaginables. Algunos intentaban caminar con pasos vacilantes o trataban de
levantar el vuelo batiendo las alas sin coordinación.
Metió en una jaula una pareja de guacamayos oro y azul, y otra de loritos
shapul, apreciados por habladores, y se despidió de las demás aves deseándoles
un buen despertar. Sabía que la borrachera les duraría un par de días.
Con el botín a la espalda regresó a El Idilio, y esperó a que la tripulación
del Sucre terminara con las faenas de carga para acercarse al patrón.
-Sucede que tengo que viajar para El Dorado y que no tengo dinero.
Usted me conoce. Me lleva, y le pago más allá, en cuanto venda los bichitos.
El patrón echó una mirada a las jaulas y se rascó la barba de varios días
antes de responder.
-Con uno de los loritos me doy por pagado. Hace tiempo le prometí uno
a mi hijo.
-Entonces le separo una pareja y queda también cubierto el pasaje de
regreso. Además, estos pajaritos se mueren de tristeza si se les separa.
Durante la travesía charló con el doctor Rubicundo Loachamín y lo puso
al tanto de las razones de su viaje. El dentista lo escuchaba divertido.
-Pero, viejo, si querías disponer de unos libros, ¿por qué no me hiciste
antes el encargo? De seguro que en Guayaquil te los hubiera conseguido.
-Se le agradece, doctor. El asunto es que todavía no sé cuáles libros
quiero leer. Pero en cuanto lo sepa le cobraré la oferta.
El Dorado no era, en ningún caso, una ciudad grande. Tenía un centenar
de viviendas, la mayoría de ellas alineadas frente al río, y su importancia radi-
caba en el cuartel de policía, en un par de oficinas del Gobierno, en una iglesia y
una escuela pública poco concurrida. Para Antonio José Bolívar, luego de
cuarenta años sin abandonar la selva, era regresar al mundo enorme que antaño
conociera.
El dentista le presentó a la única persona capaz de ayudarle en sus
propósitos, la maestra de escuela, y consiguió también que el viejo pudiera
pernoctar en el recinto escolar, una enorme habitación de cañas provistas de
cocina, a cambio de ayudar en las tareas domésticas y en la confección de un
herbario.
Una vez vendidos los micos y los loros, la maestra le enseñó su biblioteca.
Se emocionó de ver tanto libro junto. La maestra poseía unos cincuenta
volúmenes ordenados en un armario de tablas, y se entregó a la placentera tarea
de revisarlos ayudado por la lupa recién adquirida.
Fueron cinco meses durante los cuales formó y pulió sus preferencias de
lector, al mismo tiempo que se llenaba de dudas y respuestas.
Al revisar los textos de geometría se preguntaba si verdaderamente valía
la pena saber leer, y de esos libros guardó una frase larga que soltaba en los
momentos de mal humor: «La hipotenusa es el lado opuesto al ángulo recto en
un triángulo rectángulo». Frase que más tarde causaba estupor entre los
habitantes de El Idilio, y la recibían como un trabalenguas absurdo o una
abjuración incontestable.
Los textos de historia le parecieron un corolario de mentiras. ¿Cómo era
posible que esos señoritos pálidos, con guantes hasta los codos y apretados
calzones de funámbulo, fueran capaces de ganar batallas? Bastaba verlos con los
bucles bien cuidados, mecidos por el viento, para darse cuenta de que aquellos
tipos no eran capaces de matar una mosca. De tal manera que los episodios his-
tóricos fueron desechados de sus gustos de lector.
Edmundo D'Amicis y Corazón lo mantuvieron ocupado casi la mitad de su
estadía en El Dorado. Por ahí marcha el asunto. Ese era un libro que se pegaba a
las manos y los ojos le hacían quites al cansancio para seguir leyendo, pero
tanto va el cántaro al agua que una tarde se dijo que tanto sufrimiento no podía
ser posible y tanta mala pata no entraba en un solo cuerpo. Había de ser muy
cabrón para deleitarse haciendo sufrir de esa manera a un pobre chico como El
Pequeño Lombardo, y, por fin, luego de revisar toda la biblioteca, encontró
aquello que realmente deseaba.
El Rosario, de Florence Barclay, contenía amor, amor por todas partes. Los
personajes sufrían y mezclaban la dicha con los padecimientos de una manera
tan bella, que la lupa se le empañaba de lágrimas.
La maestra, no del todo conforme con sus preferencias de lector, le
permitió llevarse el libro, y con él regresó a El Idilio para leerlo una y cien veces
frente a la ventana, tal como se disponía a hacerlo ahora con las novelas que le
trajera el dentista, libros que esperaban insinuantes y horizontales sobre la alta
mesa, ajenos al vistazo desordenado a un pasado sobre el que Antonio José
Bolívar Proaño prefería no pensar, dejando los pozos de la memoria abiertos
para llenarlos con las dichas y los tormentos de amores más prolongados que el
tiempo.