que algún día los jíbaros le metan un dardo.
-Lo matará su mujer. Está juntando odio, pero todavía no reúne el
suficiente. Eso lleva tiempo.
-Mira. Con todo el lío del muerto casi lo olvido. Te traje dos libros.
Al viejo se le encendieron los ojos.
-¿De amor?
El dentista asintió.
Antonio José Bolívar Proaño leía novelas de amor, y en cada uno de sus
viajes el dentista le proveía de lectura.
-¿Son tristes? -preguntaba el viejo.
-Para llorar a mares -aseguraba el dentista.
-¿Con gentes que se aman de veras?
-Como nadie ha amado jamás.
-¿Sufren mucho?
-Casi no pude soportarlo -respondía el dentista.
Pero el doctor Rubicundo Loachamín no leía las novelas.
Cuando el viejo le pidió el favor de traerle lectura, indicando muy
claramente sus preferencias, sufrimientos, amores desdichados y finales felices,
el dentista sintió que se enfrentaba a un encargo difícil de cumplir.
Pensaba en que haría el ridículo entrando a una librería de Guayaquil para
pedir: «Deme una novela bien triste, con mucho sufrimiento a causa del amor, y
con final feliz». Lo tomarían por un viejo marica, y la solución la encontró de
manera inesperada en un burdel del malecón.
Al dentista le gustaban las negras, primero porque eran capaces de decir
palabras que levantaban a un boxeador noqueado, y, segundo, porque no
sudaban en la cama.
Una tarde, mientras retozaba con Josefina, una esmeraldeña de piel tersa
como cuero de tambor, vio un lote de libros ordenados encima de la cómoda.
-¿Tú lees? -preguntó.
-Sí. Pero despacito -contestó la mujer.
-¿Y cuáles son los libros que más te gustan?
-Las novelas de amor -respondió Josefina, agregando los mismos
gustos de Antonio José Bolívar.
A partir de aquella tarde Josefina alternó sus deberes de dama de
compañía con los de crítico literario, y cada seis meses seleccionaba las dos no-
velas que, a su juicio, deparaban mayores sufrimientos, las mismas que más
tarde Antonio José Bolívar Proaño leía en la soledad de su choza frente al río
Nangaritza.
El viejo recibió los libros, examinó las tapas y declaró que le gustaban.
En ese momento subían el cajón a bordo y el alcalde vigilaba la maniobra.
Al ver al dentista, ordenó a un hombre que se le acercase.
-El alcalde dice que no se olvide de los impuestos.
El dentista le entregó los billetes ya preparados, agregando:
-¿Cómo se le ocurre? Dile que soy un buen ciudadano.
El hombre regresó hasta el alcalde. El gordo recibió los billetes, los hizo
desaparecer en un bolsillo y saludó al dentista llevándose una mano a la frente.