ante la idea de estar metidos en una aventura que les quedaba grande, resultó
que estaban casados.
El matrimonio de niños vivió los primeros tres años de pareja en casa del
padre de la mujer, un viudo, muy viejo, que se comprometió a testar en favor de
ellos a cambio de cuidados y de rezos.
Al morir el viejo, rodeaban los diecinueve años y heredaron unos pocos
metros de tierra, insuficientes para el sustento de una familia, además de
algunos animales caseros que sucumbieron con los gastos del velorio.
Pasaba el tiempo. El hombre cultivaba la propiedad familiar y trabajaba en
terrenos de otros propietarios. Vivían con apenas lo imprescindible, y lo único
que les sobraba eran los comentarios maledicentes que no lo tocaban a él, pero
se ensañaban con Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán
Otavalo.
La mujer no se embarazaba. Cada mes recibía con odiosa puntualidad sus
sangres, y tras cada período menstrual aumentaba el aislamiento.
—Nació yerma —decían algunas viejas.
—Yo le vi las primeras sangres. En ellas venían guarisapos muertos —
aseguraba otra.
—Está muerta por dentro. ¿Para qué sirve una mujer así? —comentaban.
Antonio José Bolívar Proaño intentaba consolarla y viajaban de curandero
en curandero probando toda clase de hierbas y ungüentos de la fertilidad.
Todo era en vano. Mes a mes la mujer se escondía en un rincón de la casa
para recibir el flujo de la deshonra.
Decidieron abandonar la sierra cuando al hombre le propusieron una
solución indignante.
—Puede que seas tú quien falla. Tienes que dejarla sola en las fiestas de
San Luis.
Le proponían llevarla a los festejos de junio, obligarla a participar del baile
y de la gran borrachera colectiva que ocurriría apenas se marchara el cura.
Entonces, todos continuarían bebiendo tirados en el piso de la iglesia, hasta que
el aguardiente de caña, el «puro» salido generoso de los trapiches ocasionara
una confusión de cuerpos al amparo de la oscuridad.
Antonio José Bolívar Proaño se negó a la posibilidad de ser padre de un
hijo de carnaval. Por otra parte, había escuchado acerca de un plan de
colonización de la amazonia. El Gobierno prometía grandes extensiones de
tierra y ayuda técnica a cambio de poblar territorios disputados al Perú. Tal vez
un cambio de clima corregiría la anormalidad padecida por uno de los dos.
Poco antes de las festividades de San Luis reunieron las escasas
pertenencias, cerraron la casa y emprendieron el viaje.
Llegar hasta el puerto fluvial de El Dorado les llevó dos semanas. Hicieron
algunos tramos en bus, otros en camión, otros simplemente caminando,
cruzando ciudades de costumbres extrañas, como Zamora o Loja, donde los
indígenas saragurus insisten en vestir de negro, perpetuando el luto por la
muerte de Atahualpa.
Luego de otra semana de viaje, esta vez en canoa, con los miembros
agarrotados por la falta de movimiento arribaron a un recodo del río. La única construcción era una enorme choza de calaminas que hacía de oficina, bodega
de semillas y herramientas, y vivienda de los recién llegados colonos. Eso era El
Idilio.
Ahí, tras un breve trámite, les entregaron un papel pomposamente sellado
que los acreditaba como colonos. Les asignaron dos hectáreas de selva, un par
de machetes, unas palas, unos costales de semillas devoradas por el gorgojo y la
promesa de un apoyo técnico que no llegaría jamás.
La pareja se dio a la tarea de construir precariamente una choza, y enseguida
se lanzaron a desbrozar el monte. Trabajando desde el alba hasta el atardecer
arrancaban un árbol, unas lianas, unas plantas, y al amanecer del día siguiente las
veían crecer de nuevo, con vigor vengativo.
Al llegar la primera estación de las lluvias, se les terminaron las provisiones y
no sabían qué hacer. Algunos colonos tenían armas, viejas escopetas, pero los
animales del monte eran rápidos y astutos. Los mismos peces del río parecían
burlarse saltando frente a ellos sin dejarse atrapar.
Aislados por las lluvias, por esos vendavales que no conocían, se consumían
en la desesperación de saberse condenados a esperar un milagro, contemplando la
incesante crecida del río y su paso arrastrando troncos y animales hinchados.
Empezaron a morir los primeros colonos. Unos, por comer frutas
desconocidas; otros, atacados por fiebres rápidas y fulminantes; otros desaparecían
en la alargada panza de una boa quebrantahuesos que primero los envolvía, los
trituraba, y luego engullía en un prolongado y horrendo proceso de ingestión.
Se sentían perdidos, en una estéril lucha con la lluvia que en cada arremetida
amenazaba con llevarles la choza, con los mosquitos que en cada pausa del
aguacero atacaban con ferocidad imparable, adueñándose de todo el cuerpo,
picando, succionando, dejando ardientes ronchas y larvas bajo la piel, que al poco
tiempo buscarían la luz abriendo heridas supurantes en su camino hacia la libertad
verde, con los animales hambrientos que merodeaban en el monte poblándolo de
sonidos estremecedores que no dejaban conciliar el sueño, hasta que la salvación
les vino con el aparecimiento de unos hombres semidesnudos, de rostros pintados
con pulpa de achiote y adornos multicolores en las cabezas y en los brazos.
Eran los shuar, que, compadecidos, se acercaban a echarles una mano.
De ellos aprendieron a cazar, a pescar, a levantar chozas estables y resistentes
a los vendavales, a reconocer los frutos comestibles y los venenosos, y, sobre todo,
de ellos aprendieron el arte de convivir con la selva.
Pasada la estación de las lluvias, los shuar les ayudaron a desbrozar laderas
de monte, advirtiéndoles que todo eso era en vano.
Pese a las palabras de los indígenas, sembraron las primeras semillas, y no les
llevó demasiado tiempo descubrir que la tierra era débil. Las constantes lluvias la
lavaban de tal forma que las plantas no recibían el sustento necesario y morían sin
florecer, de debilidad, o devoradas por los insectos.
Al llegar la siguiente estación de las lluvias, los campos tan duramente
trabajados se deslizaron ladera abajo con el primer aguacero.
Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo no
resistió el segundo año y se fue en medio de fiebres altísimas, consumida hasta
los huesos por la malaria.
Antonio José Bolívar Proaño supo que no podía regresar al poblado
serrano.
Los pobres lo perdonan todo, menos el fracaso.