Luego de comer los sabrosos camarones, el viejo limpió prolijamente su
placa dental y la guardó envuelta en el pañuelo. Acto seguido, despejó la mesa,
arrojó los restos de comida por la ventana, abrió una botella de Frontera y se
decidió por una de las novelas.
Lo rodeaba la lluvia por todas partes y el día le entregaba una intimidad
inigualable.
La novela empezaba bien.
«Paul la besó ardorosamente en tanto el gondolero, cómplice de las
aventuras de su amigo, simulaba mirar en otra dirección, y la góndola, provista
de mullidos cojines, se deslizaba apaciblemente por los canales venecianos. »
Leyó el pasaje varias veces, en voz alta.
¿Qué demonios serían las góndolas?
Se deslizaban por los canales. Debía tratarse de botes o canoas, y, en
cuanto a Paul, quedaba claro que no se trataba de un tipo decente, ya que
besaba «ardorosamente» a la niña en presencia de un amigo, y cómplice por
añadidura.
Le gustó el comienzo.
Le pareció muy acertado que el autor definiera a los malos con claridad
desde el principio. De esa manera se evitaban complicaciones y simpatías
inmerecidas.
Y en cuanto a besar, ¿cómo decía? «Ardorosamente. » ¿Cómo diablos se
haría eso?
Recordó haber besado muy pocas veces a Dolores Encarnación del
Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo. A lo mejor en una de esas contadas
ocasiones lo hizo así, ardorosamente, como el Paul de la novela, pero sin
saberlo. En todo caso, fueron muy pocos besos porque la mujer, o respondía con
ataques de risa, o señalaba que podía ser pecado.
Besar ardorosamente. Besar. Recién descubrió que lo había hecho muy
pocas veces y nada más que con su mujer, porque entre los shuar besar era una
costumbre desconocida.
Entre hombres y mujeres existían las caricias, por todo el cuerpo, y no les
importaba si había otras personas. En el momento del amor tampoco besaban.
Las mujeres preferían sentarse encima del hombre argumentando que en esa
posición sentían más el amor, y por lo tanto los anents que acompañaban el acto
resultaban mucho más sentidos.
No. Los shuar no besaban.
Recordó también cómo, en una oportunidad, vio a un buscador de oro
tumbando a una jíbara, una pobre mujer que deambulaba entre los colonos y los
aventureros implorando por un buche de aguardiente. El que tuviera ganas la
arrinconaba y la poseía. La pobre mujer, embrutecida por el alcohol, no se daba
cuenta de lo que hacían con ella. Esa vez, el aventurero la montó sobre la arena
y le buscó la boca con la suya.
La mujer reaccionó como una bestia. Desmontó al hombre, le lanzó un
puñado de arena a los ojos y se largó a vomitar con un asco indisimulable.
Si en eso consistía besar ardorosamente, entonces el Paul de la novela no era más que un puerco.
Al caer la hora de la siesta había leído y reflexionado unas cuatro páginas,
y estaba molesto ante su incapacidad de imaginar Venecia con los rasgos
adjudicados a otras ciudades también descubiertas en novelas.
Al parecer, en Venecia las calles estaban anegadas y, por eso, las gentes
precisaban movilizarse en góndolas.
Las góndolas. La palabra «góndola» consiguió seducirlo finalmente, y
pensó en llamar así a su canoa. La Góndola del Nangaritza.
En medio de tales pensamientos lo envolvió el sopor de las dos de la tarde
y se tendió en la hamaca sonriendo socarronamente al imaginar personas que
abrían las puertas de sus casas y caían a un río apenas daban el primer paso.
Por la tarde, luego de darse una nueva panzada de camarones, se dispuso
a continuar la lectura, y se aprestaba a hacerlo cuando un griterío lo distrajo
obligándolo a asomar la cabeza al aguacero.
Por el sendero corría una acémila enloquecida entre estremecedores
rebuznos, y lanzando coces a quienes intentaban detenerla. Picado por la cu-
riosidad, se echó un manto de plástico sobre los hombros y salió a ver qué
ocurría.
Tras un gran esfuerzo, los hombres consiguieron rodear al esquivo animal
y, evitando las patadas, fueron cerrando el cerco. Algunos caían para levantarse
cubiertos de lodo, hasta que por fin lograron tomar el animal por las bridas e
inmovilizarlo.
La acémila mostraba profundas heridas a los costados y sangraba
copiosamente por un desgarro que empezaba en la cabeza y terminaba en el
pecho de pelambre rala.
El alcalde, esta vez sin paraguas, ordenó que la tumbaran y le despachó el
tiro de gracia. El animal recibió el impacto, lanzó un par de patadas al aire y se
quedó quieto.
-Es la acémila de Alkasetzer Miranda -dijo alguien.
Los demás asintieron. Miranda era un colono afincado a unos siete
kilómetros de El Idilio. Ya no cultivaba sus tierras arrebatadas por el monte y
regentaba un miserable puesto de venta de aguardiente, tabaco, sal y alkasetzer
-de ahí le venía el mote-, en el que se proveían los buscadores de oro cuando
no querían llegar hasta el poblado.
La acémila llegó ensillada, y eso aseguraba que el jinete debía estar en
alguna parte.
El alcalde ordenó prepararse para salir al otro día temprano hasta el
puesto de Miranda, y encargó a dos hombres que faenaran el animal.
Los machetes actuaron certeros bajo la lluvia. Entraban en las carnes
famélicas, salían ensangrentados y, al disponerse a caer de nuevo, venciendo la
resistencia de algún hueso, estaban impecablemente lavados por el aguacero.
La carne troceada fue llevada hasta el portal de la alcaldía y el gordo la
repartió entre los presentes.
-Tú. ¿Qué parte quieres, viejo?
Antonio José Bolívar respondió que sólo un trozo de hígado, entendiendo
que la gentileza del gordo lo inscribía en la partida.
Con el pedazo de hígado caliente en la mano regresó a la choza, seguido
por los hombres que cargaban la cabeza y otras partes indeseadas del animal
para botarlas al río. Ya oscurecía, y entre el rumor de la lluvia se escuchaba el
ladrido de los perros disputándose las enlodadas tripas de la nueva víctima.
Mientras freía el hígado tirándole palitos de romero, maldijo el incidente
que lo sacaba de su tranquilidad. Ya no podría concentrarse en la lectura,
obligado a pensar en el alcalde como cabeza de expedición al otro día.
Todos sabían que el alcalde le tenía ojeriza, y con seguridad la bronca
había aumentado luego del incidente con los shuar y el gringo muerto.
El gordo podría causarle problemas, y se lo había hecho saber antes.
Malhumorado, se puso la dentadura postiza y masticó los secos pedazos
de hígado. Muchas veces escuchó decir que con los años llega la sabiduría, y él
esperó, confiando en que tal sabiduría le entregara lo que más deseaba: ser
capaz de guiar el rumbo de los recuerdos y no caer en las trampas que éstos
tendían a menudo.
Pero, una vez más, cayó en la trampa y dejó de sentir el rumor monótono
del aguacero.
Hacía varios años desde la mañana en que al muelle de El Idilio arribó una
embarcación nunca antes vista. Una lancha plana de motor que permitía viajar
cómodamente a unas ocho personas, sentadas de dos en dos, no como en la
entumece-dora fila india de los viajes en canoa.
En la novedosa embarcación llegaron cuatro norteamericanos provistos de
cámaras fotográficas, víveres y artefactos de uso desconocido. Permanecieron
adulando y atosigando de whisky al alcalde varios días, hasta que el gordo,
muy ufano, se acercó con ellos hasta su choza, señalándolo como el mejor
conocedor de la amazonia.
El gordo apestaba a trago y no dejaba de nombrarlo su amigo y
colaborador, mientras los gringos los fotografiaban, y no sólo a ellos, a todo lo
que se pusiera frente a sus cámaras.
Sin pedir permiso entraron a la choza, y uno de ellos, luego de reír a
destajo, insistió en comprar el retrato que lo mostraba junto a Dolores
Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo. El gringo se atrevió
a descolgar el retrato y lo metió en su mochila, dejándole a cambio un puñado
de billetes encima de la mesa.
Le costó sobreponerse a la bronca y sacar el habla.
-Dígale al hijo de puta que, como no deje el retrato en donde estaba, le
meto los dos cartuchos de la escopeta y le vuelo los huevos. Y conste que
siempre la tengo cargada.
Los intrusos entendían castellano, y no precisaron que el gordo les
detallara las intenciones del viejo. Amistoso, les pidió comprensión, argüyó que
los recuerdos eran sagrados en esas tierras, que no lo tomaran a mal, que los
ecuatorianos, y especialmente él, apreciaban mucho a los norteamericanos, y
que si se trataba de llevarse buenos recuerdos él mismo se encargaría de
proporcionárselos.
En cuanto tuvo el retrato colgado en el lugar de siempre, el viejo accionó
los percutores de la escopeta y los conminó a marcharse.
-Viejo pendejo. Me estás haciendo perder un gran negocio. Los dos
estamos perdiendo un gran negocio. Ya te devolvió el retrato. ¿Qué más quie-
res?
-Que se marchen. No hago negocios con quienes no saben respetar la
casa ajena.
El alcalde quiso agregar algo, mas al ver cómo los visitantes hacían un
mohín de desprecio antes de emprender el regreso, se enfureció.
-El que se va a marchar eres tú, viejo de mierda.
-Yo estoy en mi casa.
-¿Ah, sí? ¿Nunca te has preguntado a quién pertenece el suelo en donde
levantas tu inmunda covacha?
Antonio José Bolívar se sintió verdaderamente sorprendido con la
pregunta. Alguna vez tuvo un papel membreteado que lo acreditaba como
poseedor de dos hectáreas de tierra, pero estaban varias leguas río arriba.
-Esto no es de nadie. No tiene dueño.
El alcalde rió triunfante.
-Pues te equivocas. Todas las tierras junto al río, desde la orilla hasta los
cien metros tierra adentro, pertenecen al Estado. Y, por si se te olvida, aquí el
Estado soy yo. Ya hablaremos. De ésta que me hiciste no me olvido, y yo no soy
de los que perdonan.
Sintió deseos de oprimir los gatillos y descargarle la escopeta. Incluso
imaginó la doble perdigonada entrándole por la voluminosa barriga,
impulsándolo hacia atrás al tiempo que la descarga salía llevándose el triperío y
parte de la espalda.
El gordo, al ver los ojos encendidos del viejo, optó por alejarse rápido y al
trote alcanzó al grupo de norteamericanos.
Al día siguiente la embarcación plana dejó el muelle con tripulación
aumentada. A los cuatro norteamericanos se agregaron un colono y un jíbaro
recomendados por el alcalde como conocedores de la selva.
Antonio José Bolívar Proaño se quedó esperando la visita del gordo con la
escopeta preparada.
Pero el gordo no se acercó a la choza. Quien sí lo hizo fue Onecen
Salmudio, un octogenario oriundo de Vilcabamba. El anciano le prodigaba
simpatía por el hecho de ser ambos serranos.
-¿Qué hubo, paisano? -saludó Onecen Salmudio.
-Nada, paisano. ¿Qué va a haber?
-Yo sé que hay algo, paisano. La Babosa se me acercó también
pidiéndome que acompañara a los gringos monte adentro. Apenas logré con-
vencerlo de que a mis años no llego muy lejos. Cómo me aduló la Babosa. Me
repetía a cada rato que los gringos se sentirían felices conmigo, considerando
que también tengo nombre de gringo.
-¿Cómo así, paisano?
-Pero sí. Onecen es el nombre de un santo de los gringos. Aparece en sus
moneditas y se escribe separado con una letra «te» al final. One cent.
-Algo me dice que no vino para hablarme de su nombre, paisano.
-No. Vengo a decirle que tenga cuidado. La Babosa le agarró tirria.
Delante mío les pidió a los gringos que cuando vuelvan a El Dorado hablen con
el comisario para que éste le mande una pareja de rurales. Piensa botarle la
casa, paisano.
-Tengo munición para todos -aseguró sin convencimiento. Y en las
noches siguientes no concilio el sueño.
El bálsamo contra el insomnio le llegó una semana más tarde al ver
aparecer la embarcación plana. No fue un arribo elegante el que hicieron.
Chocaron contra los pilotes del muelle y ni se preocuparon de subir la carga.
Venían sólo tres norteamericanos, y apenas saltaron a tierra partieron
disparados en busca del alcalde.
Al poco rato lo visitó el gordo, en son de paz.
-Mira, viejo, hablando se entienden los cristianos. Lo que te dije es cierto.
Tu casa se levanta en terrenos del Estado y no tienes derecho a seguir aquí. Es
más, yo debería detenerte por ocupación ilegal, pero somos amigos, y, así como
una mano lava la otra y las dos lavan el culo, tenemos que ayudarnos.
-¿Y qué quiere ahora de mí?
-En primer lugar, que me escuches. Voy a contarte lo ocurrido. A la
segunda acampada se les arrancó el jíbaro con un par de botellas de whisky. Tú
sabes cómo son los salvajes. No piensan más que en robar. Y, bueno, el colono
les dijo que no importaba. Los gringos querían llegar bien adentro y fotografiar
a los shuar. No sé qué les gusta tanto de esos indios en pelotas. El asunto es que
el colono los guió sin problemas hasta las inmediaciones de la cordillera del
Yacuambi, y dicen que ahí los atacaron los monos. No les entendí todo, porque
vienen histéricos y todos hablan al mismo tiempo. Dicen que los monos
mataron al colono y a uno de ellos. No puedo creerlo. ¿Cuándo se ha visto que
los micos maten a las personas? Además, de una sola patada se despacha a una
docena. No puedo entenderlo. Para mí que fueron los jíbaros. ¿Qué opinas?
-Usted sabe que los shuar evitan meterse en problemas. Seguro que no
vieron ni a uno. Si, como dicen, el colono los llevó hasta la cordillera del
Yacuambi, sepa que hace tiempo que los shuar se marcharon de ahí. Y sepa
también que los monos atacan. Es cierto que son pequeños, pero mil de ellos
destrozan un caballo.
-No lo entiendo. Los gringos no iban de cacería. Ni siquiera llevaban
armas.
-Hay demasiadas cosas que usted no entiende, y yo tengo muchos años
de monte. Escuche. ¿Sabe cómo hacen los shuar para entrar al territorio de los
monos? Primero dejan todos los adornos, no portan nada que pueda picarles la
curiosidad, y los machetes los empavonan con corteza de palmera quemada.
Piense. Los gringos, con sus máquinas fotográficas, con sus relojes, con sus
cadenas de plata, con sus hebillas, cuchillos plateados, fueron una provocación
brillante para la curiosidad de los monos. Conozco sus regiones y sé cómo
actúan. Puedo decirle que si a uno se le olvida un detalle, si lleva consigo algo,
cualquier cosa que atraiga la curiosidad de un mico y éste baja de los árboles
para tomarlo, ese algo, lo que sea, es mejor dejárselo. Si por el contrario uno
presenta resistencia, el mico se largará a chillar y en cosa de segundos caerán
del cielo cientos, miles de pequeños demonios peludos y furiosos.
El gordo escucha, secándose el sudor.
-Te creo. Pero tú tienes la culpa por haberte negado a acompañarles, a
servirles de guía. Contigo no les hubiera pasado nada. Y traían una carta de
recomendación del gobernador. Estoy metido hasta el cogote en el lío y tienes
que ayudarme a salir.
-A mí tampoco me hubieran hecho caso. Los gringos se las saben siempre
todas. Pero hasta ahora no me dice qué quiere de mí.
El alcalde sacó del bolsillo una botella culera de whisky y le ofreció un
trago. El viejo aceptó nada más que por conocer el sabor, y se avergonzó
enseguida de esa curiosidad de mico.
-Quieren que alguien vaya a recoger los restos del compañero. Te juro
que nos pagan un buen precio por hacerlo, y tú eres el único capaz de
conseguirlo.
-Está bien. Pero yo no me meto en sus negocios. Le traigo lo que quede
del gringo y usted me deja en paz.
-Desde luego, viejo. Como dije, hablando se entienden los cristianos.
No le significó un gran esfuerzo llegar hasta el lugar donde los
norteamericanos habían acampado la primera noche, y abriéndose camino a
machete alcanzó la cordillera del Yacuambi, la selva alta, rica en frutos
silvestres en la que varias colonias de monos establecían su territorio. Ahí, ni
siquiera hubo de buscar un rastro. Los norteamericanos dejaron tal cantidad de
objetos abandonados en su fuga, que le bastó con seguirlos para encontrar los
restos de los desdichados.
Primero encontró al colono. Lo reconoció por la calavera desdentada, y a
los pocos metros al norteamericano. Las hormigas realizaron su trabajo de
manera impecable dejando huesos mondos que parecían de yeso. El esqueleto
del norteamericano recibía la última atención de las hormigas. Trasladaban su
cabellera pajiza de pelo en pelo, como diminutas leñadoras de árboles cobrizos,
para fortalecer con ellos el cono de entrada del hormiguero.
Moviéndose lentamente, encendió un cigarro y fumó mirando la labor de
los insectos, indiferentes a su presencia. Al escuchar un ruido proveniente de la
altura, no pudo evitar una carcajada. Un mico pequeñito cayó de un árbol
arrastrado por el peso de una cámara fotográfica que insistía en cargar.
Terminó el cigarro. Con el machete ayudó a las hormigas rapando la
calavera, y metió los huesos en un costal.
Un solo objeto del infortunado norteamericano logró llevar consigo: el
cinturón de hebilla plateada en forma de herradura que los micos no
consiguieron desabrochar.
Regresó a El Idilio, entregó los restos, y el alcalde lo dejó en paz, en esa
paz que debía cuidar porque de ella dependían los momentos placenteros frente
al río, de pie ante la mesa alta, leyendo pausadamente las novelas de amor.
Y esa paz se veía de nuevo amenazada por el alcalde que lo obligaría a
participar de la expedición, y por unas afiladas garras ocultas en algún lugar de
la espesura.