-Apesta a meados de gato -dijo uno de los curiosos.
-De gata. A meados de gata grande -precisó el viejo.
-Eso no prueba que éstos no lo mataran.
El alcalde intentó recobrar su autoridad, pero la atención de los lugareños
se centraba en Antonio José Bolívar.
El viejo volvió a examinar el cadáver.
-Lo mató una hembra. El macho debe de andar por ahí, acaso herido. La
hembra lo mató y enseguida lo meó para marcarlo, para que las otras bestias no
se lo comieran mientras ella iba en busca del macho.
-Cuentos de vieja. Estos selváticos lo mataron y luego lo rociaron con
meados de gato. Ustedes se tragan cualquier babosada -declaró el alcalde.
Los indígenas quisieron replicar, pero el cañón apuntándoles fue una
imperativa orden de guardar silencio.
-¿Y por qué habrían de hacerlo? -intervino el dentista.
-¿Por qué? Me extraña su pregunta, doctor. Para robarle. ¿Qué otro
motivo tienen? Estos salvajes no se detienen ante nada.
El viejo movió la cabeza molesto y miró al dentista. Este comprendió lo
que Antonio José Bolívar perseguía y le ayudó a depositar las pertenencias del
muerto sobre las tablas del muelle.
Un reloj de pulsera, una brújula, una cartera con dinero, un mechero de
bencina, un cuchillo de caza, una cadena de plata con la figura de una cabeza de
caballo. El viejo le habló en su idioma a uno de los shuar y el indígena saltó a la
canoa para entregarle una mochila de lona verde.
Al abrirla encontraron munición de escopeta y cinco pieles de tigrillos
muy pequeños. Pieles de gatos moteados que no medían más de una cuarta.
Estaban rociadas de sal y hedían, aunque no tanto como el muerto.
-Bueno, excelencia, me parece que tiene el caso solucionado -dijo el
dentista.
El alcalde, sin dejar de sudar, miraba a los shuar, al viejo, a los lugareños,
al dentista, y no sabía qué decir.
Los indígenas, apenas vieron las pieles, cruzaron entre ellos nerviosas
palabras y saltaron a las canoas.
-¡Alto! Ustedes esperan aquí hasta que yo decida otra cosa -ordenó el
gordo.
-Déjelos marchar. Tienen buenos motivos para hacerlo. ¿O es que todavía
no comprende?
El viejo miraba al alcalde y movía la cabeza. De pronto, tomó una de las
pieles y se la lanzó. El sudoroso gordo la recibió con un gesto de asco.
-Piense, excelencia. Tantos años aquí y no ha aprendido nada. Piense. El
gringo hijo de puta mató a los cachorros y con toda seguridad hirió al macho.
Mire el cielo, está que se larga a llover. Hágase el cuadro. La hembra debió de
salir de cacería para llenarse la panza y amamantarlos durante las primeras
semanas de lluvia. Los cachorritos no estaban destetados y el macho se quedó
cuidándolos. Así es entre las bestias, y así ha de haberlos sorprendido el gringo.
Ahora la hembra anda por ahí enloquecida de dolor. Ahora anda a la caza del
hombre. Debió de resultarle fácil seguir la huella del gringo. El infeliz colgaba a