Las estaciones de lluvias y de bonanza se sucedían. Entre estación y
estación conoció los ritos y secretos de aquel pueblo. Participó del diario ho-
menaje a las cabezas reducidas de los enemigos muertos como guerreros
dignos, y acompañando a sus anfitriones entonaba los anents, los poemas cantos
de gratitud por el valor transmitido y los deseos de una paz duradera.
Compartió el festín generoso ofrecido por los viejos que decidían llegada
la hora de «marcharse», y cuando éstos se adormecían bajo los efectos de la
chicha y de la natema, en medio de felices visiones alucinadas que les abrían las
puertas de futuras existencias ya delineadas, ayudó a llevarlos hasta una choza
alejada y a cubrir sus cuerpos con la dulcísima miel de chonta.
Al día siguiente, entonando anents de saludos hacia aquellas nuevas vidas,
ahora con forma de peces, mariposas o animales sabios, participó del reunir
huesos blancos, limpísimos, los innecesarios despojos de los ancianos
transportados a las otras vidas por las mandíbulas implacables de las hormigas
añango.
Durante su vida entre los shuar no precisó de las novelas de amor para
conocerlo.
No era uno de ellos y, por lo tanto, no podía tener esposas. Pero era como
uno de ellos, de tal manera que el shuar anfitrión, durante la estación de las
lluvias, le rogaba aceptar a una de sus mujeres para mayor orgullo de su casta y
de su casa.
La mujer ofrendada lo conducía hasta la orilla del río. Ahí, entonando
anents, lo lavaba, adornaba y perfumaba, para regresar a la choza a retozar
sobre una estera, con los pies en alto, suavemente entibiados por una fogata, sin
dejar en ningún momento de entonar anents, poemas nasales que describían la
belleza de sus cuerpos y la alegría del placer aumentado infinitamente por la
magia de la descripción.
Era el amor puro sin más fin que el amor mismo. Sin posesión y sin celos.
-Nadie consigue atar un trueno, y nadie consigue apropiarse de los cielos
del otro en el momento del abandono.
Así le explicó una vez el compadre Nushiño.
Viendo pasar el río Nangaritza hubiera podido pensar que el tiempo
esquivaba aquel rincón amazónico, pero las aves sabían que poderosas lenguas
avanzaban desde occidente hurgando en el cuerpo de la selva.
Enormes máquinas abrían caminos y los shuar aumentaron su movilidad.
Ya no permanecían los tres años acostumbrados en un mismo lugar, para luego
desplazarse y permitir la recuperación de la naturaleza. Entre estación y
estación cargaban con sus chozas y los huesos de sus muertos alejándose de los
extraños que aparecían ocupando las riberas del Nangaritza.
Llegaban más colonos, ahora llamados con promesas de desarrollo
ganadero y maderero. Con ellos llegaba también el alcohol desprovisto de ritual
y, por ende, la degeneración de los más débiles. Y, sobre todo, aumentaba la
peste de los buscadores de oro, individuos sin escrúpulos venidos desde todos
los confines sin otro norte que una riqueza rápida.
Los shuar se movían hacia el oriente buscando la intimidad de las selvas
impenetrables.
Una mañana, Antonio José Bolívar descubrió que envejecía al errar un tiro
de cerbatana. También le llegaba el momento de marcharse.
Tomó la decisión de instalarse en El Idilio y vivir de la caza. Se sabía
incapaz de determinar el instante de su propia muerte y dejarse devorar por las
hormigas. Además, si lo conseguía, sería una ceremonia triste.
El era como ellos, pero no uno de ellos, así que no tendría ni fiesta ni
lejanía alucinada.
Un día, entregado a la construcción de una canoa resistente, definitiva,
escuchó el estampido proveniente de un brazo de río, la señal que habría de
precipitar su partida.
Corrió al lugar de la explosión y encontró a un grupo de shuar llorando.
Le indicaron la masa de peces muertos en la superficie y al grupo de extraños
que desde la playa les apuntaban con armas de fuego.
Era un grupo integrado por cinco aventureros, quienes, para ganar una vía
de corriente, habían volado con dinamita el dique de contención donde
desovaban los peces.
Todo ocurrió muy rápido. Los blancos, nerviosos ante la llegada de más
shuar, dispararon alcanzando a dos indígenas y emprendieron la fuga en su
embarcación.
El supo que los blancos estaban perdidos. Los shuar tomaron un atajo, los
esperaron en un paso estrecho y desde ahí fueron presas fáciles para los dardos
envenenados. Uno de ellos, sin embargo, consiguió saltar, nadó hasta la orilla
opuesta y se perdió en la espesura.
Recién entonces se preocupó de los shuar caídos.
Uno había muerto con la cabeza destrozada por la perdigonada a corta
distancia, y el otro agonizaba con el pecho abierto. Era su compadre Nushiño.
-Mala manera de marcharse -musitó, en una mueca de dolor, Nushiño,
y con mano temblorosa le indicó su calabaza de curare-. No me iré tranquilo,
compadre. Andaré como un triste pájaro ciego, a choques con los árboles
mientras su cabeza no cuelgue de una rama seca. Ayúdame, compadre.
Los shuar lo rodearon. El conocía las costumbres de los blancos, y las
débiles palabras de Nushiño le decían que llegaba el momento de pagar la
deuda contraída cuando lo salvaron luego de la mordedura de la serpiente.
Le pareció justo pagar la deuda, y armado de una cerbatana cruzó a nado
el río, lanzándose por primera vez a la caza del hombre.
No le costó dar con el rastro. El buscador de oro, en su desesperación,
dejaba huellas tan nítidas que ni siquiera precisó buscarlas.
A los pocos minutos lo encontró aterrorizado frente a una boa dormida.
-¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué dispararon?
El hombre le apuntó con su escopeta.
-Los jíbaros. ¿Dónde están los jíbaros?
-Al otro lado. No te siguen.
Aliviado, el buscador de oro bajó el arma y él aprovechó la situación para
acertarle un golpe con la cerbatana.
Le dio mal. El buscador de oro vaciló sin llegar a desplomarse, y no tuvo
más remedio que echársele encima.
Era un hombre fuerte, pero finalmente, tras forcejear, logró arrebatarle la
escopeta.
Nunca antes tuvo un arma de fuego en sus manos, pero al ver cómo el
hombre echaba mano al machete intuyó el lugar preciso donde debía poner el
dedo y la detonación provocó un revoloteo de pájaros asustados.
Asombrado ante la potencia del disparo, se acercó al hombre. Había
recibido la doble perdigonada en pleno vientre y se revolcaba de dolor. Sin
hacer caso de los alaridos le ató por los tobillos, lo arrastró hasta la orilla del río,
y al dar las primeras brazadas sintió que el infeliz ya estaba muerto.
En la ribera opuesta lo esperaban los shuar. Se apresuraron en ayudarle a
salir del río, mas al ver el cadáver del buscador de oro irrumpieron en un llanto
desconsolado que no atinó a explicarse.
No lloraban por el extraño. Lloraban por él y por Nushiño.
El no era uno de ellos, pero era como uno de ellos. En consecuencia, debió
ultimarlo con un dardo envenenado, dándole antes la oportunidad de luchar
como un valiente; así, al recibir la parálisis del curare, todo su valor
permanecería en su expresión, atrapado para siempre en su cabeza reducida,
con los párpados, nariz y boca fuertemente cosidos para que no escapase.
¿Cómo reducir aquella cabeza, aquella vida detenida en una mueca de
espanto y de dolor?
Por su culpa, Nushiño no se iría. Nushiño permanecería como un
papagayo ciego, dándose golpes contra los árboles, ganándose el odio de
quienes no lo conocieron al chocar contra sus cuerpos, molestando el sueño de
las boas dormidas, ahuyentando las presas rastreadas con su revoloteo sin
rumbo.
Se había deshonrado, y al hacerlo era responsable de la eterna desdicha de
su compadre.
Sin dejar de llorar, le entregaron la mejor canoa. Sin dejar de llorar lo
abrazaron, le entregaron provisiones, y le dijeron que desde ese momento no
era más bienvenido. Podría pasar por los caseríos shuar, pero no tenía derecho a
detenerse.
Los shuar empujaron la canoa y enseguida borraron sus huellas de la
playa.