contextura fuerte.
-¿Dónde lo encontraron?
Los shuar se miraron entre sí, dudando entre responder o no hacerlo.
-¿No entienden castellano estos selváticos? -gruñó el alcalde.
Uno de los indígenas decidió responder.
-Río arriba. A dos días de aquí.
-Déjenme ver la herida -ordenó el alcalde.
El segundo indígena movió la cabeza del muerto. Los insectos le habían
devorado el ojo derecho y el izquierdo mostraba todavía un brillo azul. Pre-
sentaba un desgarro que comenzaba en el mentón y terminaba en el hombro
derecho. Por la herida asomaban restos de arterias y algunos gusanos albinos.
-Ustedes lo mataron.
Los shuar retrocedieron.
-No. Shuar no matando.
-No mientan. Lo despacharon de un machetazo. Se ve clarito.
El gordo sudoroso sacó el revólver y apuntó a los sorprendidos indígenas.
-No. Shuar no matando -se atrevió a repetir el que había hablado.
El alcalde lo hizo callar propinándole un golpe con la empuñadura del
arma.
Un delgado hilillo de sangre brotó de la frente del shuar.
-A mí no me vienen a vender por cojudo. Ustedes lo mataron. Andando.
En la alcaldía van a decirme los motivos. Muévanse, salvajes. Y usted, capitán,
prepárese a llevar dos prisioneros en el barco.
El patrón del Sucre se encogió de hombros por toda respuesta.
-Disculpe. Usted está cagando fuera del tiesto. Esa no es herida de
machete. -Se escuchó la voz de Antonio José Bolívar.
El alcalde estrujó con furia el pañuelo.
-Y tú, ¿qué sabes?
-Yo sé lo que veo.
El viejo se acercó al cadáver, se inclinó, le movió la cabeza y abrió la herida
con los dedos.
-¿Ve las carnes abiertas en filas? ¿Ve cómo en la quijada son más
profundas y a medida que bajan se vuelven más superficiales? ¿Ve que no es
uno, sino cuatro tajos?
-¿Qué diablos quieres decirme con eso?
-Que no hay machetes de cuatro hojas. Zarpazo. Es un zarpazo de
tigrillo. Un animal adulto lo mató. Venga. Huela.
El alcalde se pasó el pañuelo por la nuca.
-¿Oler? Ya veo que se está pudriendo.
-Agáchese y huela. No tenga miedo del muerto ni de los gusanos. Huela
la ropa, el pelo, todo.
Venciendo la repugnancia, el gordo se inclinó y olisqueó con ademanes de
perro temeroso, sin acercarse demasiado.
-¿A qué huele? -preguntó el viejo.
Otros curiosos se acercaron para oler también los despojos.
-No sé. ¿Cómo voy a saberlo? A sangre, a gusanos -contestó el alcalde.