Con las primeras sombras de la tarde se desató el diluvio y a los pocos
minutos era imposible ver más allá de un brazo extendido. El viejo se tendió en
la hamaca esperando la llegada del sueño, mecido por el violento y monocorde
murmullo del agua omnipresente.
Antonio José Bolívar Proaño dormía poco. A lo más, cinco horas por la
noche y dos a la hora de la siesta. Con eso le bastaba. El resto del tiempo lo
dedicaba a las novelas, a divagar acerca de los misterios del amor y a
imaginarse los lugares donde acontecían las historias.
Al leer acerca de ciudades llamadas París, Londres o Ginebra, tenía que
realizar un enorme esfuerzo de concentración para imaginárselas. Una sola vez
visitó una ciudad grande, Ibarra, de la que recordaba sin mayor precisión las
calles empedradas, las manzanas de casas bajas, parejas, todas blancas, y la
plaza de Armas repleta de gentes paseándose frente a la catedral.
Esa era su mayor referencia del mundo, y al leer las tramas acontecidas en
ciudades de nombres lejanos y serios como Praga o Barcelona, se le antojaba
que Ibarra, por su nombre, no era una ciudad apta para amores inmensos.
Durante el viaje a la amazonia, él y Dolores Encarnación del Santísimo
Sacramento Estupiñán Otavalo pasaron por otras dos ciudades, Loja y Zamora,
pero las vieron muy fugazmente, de manera que no podía decir si en ellas el
amor encontraría territorio.
Pero, sobre todo, le gustaba imaginar la nieve.
También de niño la vio como una piel de cordero puesta a secar en los
bordes del volcán Imbabura, y en algunas ocasiones le parecía una
extravagancia imperdonable que los personajes de las novelas la pisaran sin
preocuparse por si la ensuciaban.
Cuando no llovía, abandonaba la hamaca de noche y bajaba hasta el río
para asearse. Enseguida cocinaba las porciones de arroz para el día, freía lonjas
de banano verde, y si disponía de carne de mono acompañaba las comidas con
unos buenos pedazos.
Los colonos no apreciaban la carne de mono. No entendían que esa carne
dura y apretada proveía de muchísimas más proteínas que la carne de los
puercos o vacas alimentadas con pasto elefante, pura agua, y que no sabía a
nada. Por otra parte, la carne de mono requería ser masticada largo tiempo, y en
especial a los que no tenían dientes propios les entregaba la sensación de haber
comido mucho sin cargar innecesariamente el cuerpo.
Bajaba las comidas con café cerrero tostado en una callana de fierro y
molido a piedra, el que endulzaba con panela y fortalecía con unos chorritos de
Frontera.
En la estación de las lluvias las noches se prolongaban y se daba el gusto
de quedarse en la hamaca hasta que los deseos de orinar o el hambre lo
impulsaban a abandonarla.
Lo mejor de la estación de las lluvias era que bastaba con bajar al río,
sumergirse, mover unas piedras, hurgar en el lecho fangoso, y ya se disponía de
una docena de camarones gordos para el desayuno.
Así lo hizo esa mañana. Se desnudó, se ató a la cintura una cuerda cuyo otro extremo estaba firmemente atado a un pilote, no fuera cosa que llegara una
crecida súbita o un tronco a la deriva, y con el agua en las tetillas se sumergió.
El río corría espeso hasta en el fondo, pero sus manos expertas tantearon el
fango luego de mover una piedra, hasta que los camarones se le prendieron de
los dedos con sus vigorosas tenazas.
Emergió con un puñado de bichos moviéndose frenéticos, y se aprestaba. a
salir del agua cuando escuchó los gritos.
-¡Una canoa! ¡Viene una canoa!
Agudizó la vista tratando de descubrir la embarcación, mas la lluvia no
permitía ver nada. El manto de agua caía sin descanso perforando la superficie
del río, con tal intensidad que ni siquiera alcanzaban a formarse aureolas.
¿Quién podría ser? Sólo un demente se atrevería a navegar en medio del
aguacero.
Escuchó cómo los gritos se repetían y divisó unas inciertas figuras
corriendo hacia el muelle.
Se vistió, dejó los camarones tapados con un tarro a la entrada de la choza
y, cubriéndose con un manto de plástico, se dirigió también al lugar.
Los hombres se hicieron a un lado al ver llegar al alcalde. El gordo venía
sin camisa y, protegido bajo un amplio paraguas negro, soltaba agua por todo el
cuerpo.
-¿Qué demonios pasa? -gritó el alcalde acercándose a la orilla.
Por toda respuesta le indicaron la canoa atada a uno de los pilares. Era una
de aquellas embarcaciones mal construidas por los buscadores de oro. Llegó
semisumergida, flotando nada más que por ser de madera. A bordo se mecía el
cuerpo de un individuo con la garganta destrozada y los brazos desgarrados.
Las manos, asomadas a los costados de la embarcación, mostraban los dedos
mordisqueados por los peces, y no tenía ojos. Los gallos de peña, esos pequeños
y fuertes pájaros rojos, los únicos capaces de volar en medio del diluvio, se
habían encargado de quitarle toda expresión.
El alcalde ordenó que subieran el cuerpo, y al tenerlo sobre las tablas del
muelle lo reconocieron por la boca.
Era Napoleón Salinas, un buscador de oro al que la tarde anterior había
atendido el dentista. Salinas era uno de los pocos individuos que no se sacaban
los dientes podridos, y prefería que se los parcharan con pedazos de oro. Tenía
la boca llena de oro y ahora enseñaba los dientes en una sonrisa que no
provocaba admiración, mientras la lluvia le alisaba los cabellos.
El alcalde buscó al viejo con la mirada.
-¿Y? ¿La gata de nuevo?
Antonio José Bolívar Proaño se inclinó junto al muerto sin dejar de pensar
en los camarones que había dejado prisioneros. Abrió la herida del cuello,
examinó los desgarros de los brazos, para asentir finalmente con un
movimiento de cabeza.
-Qué diablos, uno menos. Tarde o temprano, se lo iba a llevar la parca -
comentó el alcalde.
El gordo tenía razón. Durante la época de lluvias los buscadores de oro
permanecían encerrados en sus chozas mal construidas, esperando por las pocas pausas que no duraban demasiado y eran más bien respiros que se daban
las nubes para luego dejar caer su carga con mayores bríos.
Se tomaban muy al pie de la letra aquello de «el tiempo es oro», y si las
lluvias no se daban un descanso jugaban a los cuarenta con naipes grasientos,
de figuras a menudo irreconocibles, odiándose, deseando ser dueños del
garrote del rey de bastos, codiciándose mutuamente, y al finalizar el diluvio era
normal que varios de ellos desaparecieran, quién sabe si tragados por la
corriente o por la voracidad de la selva.
A veces, desde el muelle de El Idilio miraban pasar un cuerpo hinchado
entre las ramas y troncos arrastrados por la crecida, y nadie se preocupaba de
echarle un lazo.
Napoleón Salinas tenía la cabeza colgando y sólo los brazos desgarrados
indicaban que trató de defenderse.
El alcalde vació los bolsillos. Encontró un desteñido documento
identificatorio, algunas monedas, restos de tabaco y una bolsita de cuero. La
abrió, y contó veinte pepitas de oro, pequeñas como granos de arroz.
-¿Y bien, experto, qué opinas?
-Lo mismo que usted, excelencia. Salió de aquí tarde, bastante borracho,
lo sorprendió el aguacero y se arrimó a la orilla para pernoctar. Ahí lo atacó la
hembra. Herido y todo, consiguió llegar hasta la canoa, pero se desangró
rápidamente.
-Me gusta que estemos de acuerdo -dijo el gordo.
El alcalde ordenó a uno de los reunidos que le sostuviera el paraguas para
tener las manos libres, y repartió las pepitas de oro entre los presentes. Tras
recobrar el paraguas, empujó al muerto con un pie hasta que cayó de cabeza al
agua. El cuerpo se hundió pesadamente y la lluvia impidió Ver dónde volvió a
salir a flote.
Satisfecho, el alcalde sacudió el paraguas en ademán de marcharse, pero al
ver que ninguno lo secundaba y que todos miraban al viejo, escupió
malhumorado.
-Bueno, se acabó la función. ¿Qué esperan?
Los hombres seguían mirando al viejo. Lo obligaron a hablar.
-El caso es que si uno navega y lo sorprende la noche, ¿a cuál lado se
arrima para pernoctar?
-Al más seguro. Al nuestro -respondió el gordo.
-Usted lo ha dicho, excelencia. Al nuestro. Siempre se busca este lado,
porque, si en una de ésas se pierde la canoa, queda el recurso de regresar al
poblado abriéndose sendero a machete. Eso mismo pensó el pobre Salinas.
-¿Y? ¿Qué importa ahora?
-Mucho importa. Si lo piensa un poco, descubrirá que el animal también
se encuentra a este lado. ¿O cree que los tigrillos se meten al río con este
tiempo?
Las palabras del viejo produjeron comentarios nerviosos, y los hombres
deseaban oír algo del alcalde. Después de todo, la autoridad tenía que servir
para algo práctico.
El gordo sentía la espera como una agresión y simulaba meditar encogiendo el obeso cogote bajo el paraguas negro. La lluvia arreció de pronto,
y las bolsas plásticas que cubrían a los hombres se les pegaron como una
segunda piel.
-El bicho anda lejos. ¿No vieron cómo venía el fiambre? Sin ojos y medio
comido por los animales. Eso no ocurre en una hora, ni en cinco. No veo
motivos para cagarse en los pantalones -bravuconeó el alcalde.
-Puede ser. Pero también es cierto que el muerto no venía del todo tieso,
y no apestaba -agregó el viejo.
No dijo nada más ni esperó otro comentario del alcalde. Dio media vuelta
y se marchó pensando en si comería los camarones fritos o cocidos.
Al entrar en la choza, por entre la capa de lluvia pudo ver sobre el muelle
la solitaria y obesa silueta del alcalde bajo el paraguas, como un enorme y
oscuro hongo recién crecido sobre las tablas.