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VII


El portal al mundo mortal está ubicado en un jardín público que, por alguna razón, está vacío. No creo que se deba a que es de noche, no veo a los galantianos temiendo a la oscuridad, así que asumo que es por el portal.

Aún de este lado se siente la magia proveniente del bosque, y puede que ellos hagan como que no les afecta, pero estoy segura de que solo están aparentando.

Mientras nos alejamos del lugar, la tensión de mi cuerpo causada por la magia ha ido desapareciendo, y sé que no conozco a este hombre de nada ‒y tampoco me interesa conocerlo‒, pero puedo ver que los tendones de su cuello ya no se ven tan marcados.

Nos siguen los caballeros junto a los galantianos que venían con nosotros, dos de ellos escoltando a Tristán. Y digo "escoltando" porque ni siquiera lo tocan, él viene caminando por su cuenta. Lo cual es bueno, no me gustaría que lo hieran por hacer un escándalo innecesario.

Salimos del jardín a una calle empedrada, pero en la que no se ven casas cercanas, solo árboles de lado y lado. Frente a la puerta enrejada del jardín hay un carruaje, uno de verdad, no como la caja de madera en la que venía metida. Azai me empuja sin miramientos hacia la puerta del transporte al tiempo que un hombre uniformado la abre para mí.

No reconozco los símbolos en su traje, solo el escudo galantiano, ese que hace referencia a los cuatro dones que los dioses les otorgaron. Es un ojo, por los videntes, cuyo iris es un reloj marcando la 16.00, lo que hace referencia a la edad en la que alcanzan la adultez; dentro del reloj hay árboles, flores y un león, por aquellos que controlan a la naturaleza, y un humano montando el león, por los que controlan la mente. También sé que eligieron un león sobre los demás animales en señal de poder, a causa de esta creencia de que el león reina entre todos los animales.

Son unos ególatras que van a morir por su propia vanidad.

Me siento en el carruaje como puedo, aguantando la respiración cuando la cuerda roza las heridas en mis muñecas. Azai se sienta a mi lado y otros dos caballeros nos siguen dentro. Y lo cierto es que me siento halagada de tener tres guardianes cuidando de mis movimientos, aunque también creo que me están subestimando.

—¿Cómo lo haces? —inquiere uno de los caballeros y yo mantengo mi boca cerrada.

—No quiere decirlo —masculla Azai—. He intentado durante el viaje que me lo dijera y no abrió la boca salvo para sacarnos de quicio.

Sonrío al tiempo que los caballos empiezan a trotar.

—Es satisfactorio oír que los he sacado de quicio, es lo menos que se merecen —declaro, alzando la barbilla, altiva.

—Lo que digas, Rea —exhala Azai, apoyando del todo la espalda contra el respaldo del cómodo asiento y cerrando los ojos.

—Oh, ¿el pobre galantiano está cansado? —lo provoco, dándole un codazo en el proceso—. Algunos creerían que tienes más aguante, pero míranos, yo estoy del todo despierta y tú estás a punto de desmayarte del cansancio.

La Última Amazona ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora