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Luego del vértigo momentáneo, tomo una respiración, pero el aire pesado impide que mis pulmones se llenen del todo.

Abro los ojos. Es la misma habitación, pero hay algo diferente. No hay velas encendidas y la humedad es más pesada. Además, se siente polvorienta, como si no se hubiese usado por años.

El regente está frente a mí, mirando alrededor con una sonrisa.

—Ah, extraño estos días —suspira, y me gustaría saber cómo demonios no se atraganta con el aire viciado—. Era un tiempo más bonito, menos complicado.

—¿En qué año estamos?

—4230, unos años después de lo ocurrido en tu reino.

Frunzo el ceño, confundida.

—¿Y qué haremos aquí?

Él me da una mirada sabia y señala a la puerta.

—Vayamos afuera y lo sabrás.

Camina delante de mí sin mirar atrás. En la puerta, en lugar de abrirla, la atraviesa como un fantasma. Ya lo había hecho antes en esas veces que he visitado años anteriores al presente, pero no sé si imitarlo sea lo más sensato. Se supone que es la primera vez que viajo en el tiempo, tengo que parecer tímida al respecto.

Deambulo hacia la puerta y pruebo atravesarla con una mano, luego con todo mi cuerpo. Afuera, la luz de la luna entra a raudales por una ventana cercana, haciéndome saber que es de noche. El regente me espera a unos pasos de la puerta, observándome divertido.

Parece que estoy actuando bien.

Lo sigo por los pasillos y nos retraso un poco cuando me quedo viendo las diferencias de este año al presente. Las cortinas son de diferente color y no hay tantos murales o cuadros de paisajes. Las paredes, para mi profundo pesar, son del mismo color; es lo malo que tiene un castillo construido con una piedra en particular, no se puede cambiar el color.

Llegamos a un ala llena de habitaciones y asumo que son las residencias de la familia real. Nos detenemos frente a unas puertas dobles frente a la que hay apostados dos guardias con ceños igualmente fruncidos. El regente atraviesa la puerta y yo lo imito, esta vez sin parecer tan indecisa como la primera.

Mis ojos van directos a la cama, pero allí no hay nadie. Escaneo la habitación hasta dar con un hombre sentado frente a una chimenea, una copa de vidrio con un líquido ambarino llenando la mitad.

—¿Quién es? —murmuro, no por miedo a que me escuche, sino por la tristeza que transmite la imagen.

—El rey Cálix, el padre de Azai.

Me acerco tentativa, entrando en la luz que refleja el fuego. Las paredes están llenas de sombras tenebrosas, pero yo no soy una de ellas. Físicamente no estoy presente, solo mi mente. Algunos dirán que es mi alma la que viaja en el tiempo, pero yo no estoy segura de ello.

La Última Amazona ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora