Prólogo

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Sebastián

Ana Nájera.

Llevaba años buscándola, siguiendo un rastro que al fin pude encontrar. Mi hermano me facilitó las cosas al acercarse a ella, bastaron un par de palabras con nuestro padre para que decidiera enviarlo lejos y así dejarme el camino libre con esa chiquilla a la que planeaba hacer mi esposa.

Ana era una mujer sometida y sumisa, de buena familia —a los ojos de la sociedad—, porque detrás de la puerta sucedían muchas cosas de las cuales la gente se mantenía ignorante, como por ejemplo, que Gerson Nájera la utilizaba como cebo para atraer socios, permitiendo que estos deslizaran sus caricias sucias por debajo de su falda, en un acto asqueroso, así como también tenía un vicio enorme por la droga, tan fuerte que no me costó volverlo un adicto que me debía mucho dinero.

Hoy estaba en su casa dispuesto a cobrar esa deuda.

Su rostro angustiado veía el número con la cantidad de dinero que me debía. Su esposa: Flor Guzmán, se mantenía de pie detrás de él, mirándome con verdadero enfado a través de las ligeras arrugas que surcaban sus ojos negros.

—Es mucho dinero, Gerson —espetó, empujando las palabras con rabia—, ¿cómo pudiste ser tan estúpido?

—Cállate, Flor —masculló entre dientes, pasó los dedos por la cabellera negra y grasosa, luego me miró—, dame un poco más de tiempo, te daré un adelanto.

—Se te ha terminado el tiempo, Nájera —mis palabras llevaban una amenaza explicita—, pero podrías encontrar otro modo de pagar tu deuda conmigo.

Estrechó los ojos, su mente trabajaba deprisa, creando cientos de hipótesis; estaba seguro de que el nombre de su hija estuvo contemplado, como el vil asqueroso que era.

—¿De qué se trata? —Averiguó curioso y cauto.

—De tu hija —solté sin anestesia—, quiero a tu hija como pago.

Se miraron entre sí, no lucían sorprendidos y me causó repulsión pensar en que, esta no era la primera vez que ellos ofrecían a Ana como pago. Joder. Quería matarlos, y probablemente lo haría después, por ahora no podía derramar su sangre, eso levantaría sospechas.

—De acuerdo —accedió Flor, mucho antes de que su esposo lo hiciera—, Ana puede ser complaciente, le diré que se prepare para esta noche.

—No, no están entendiendo —siseé, levantándome de la silla, abotoné mi saco y los miré como un par de insectos que aplastaría pronto—, la quiero, completamente.

—¿Qué? ¿Hablas de llevártela? —Increpó Nájera, fue la primera vez que se mostró renuente a ceder. La bilis me apretó la garganta y me contuve para no descargar las doce balas que llevaba en mi arma contra su cráneo.

—Exactamente. Si mañana no tienes el dinero, ella se irá conmigo —dictaminé—, y si te niegas o haces algo estúpido como intentar huir, te cazaré como la rata que eres y después te mato.

Empujé la silla y Flor abrió la puerta del despacho. Ninguno se negó o refutó en lo absoluto. No había forma de que consiguieran el dinero y si lo hacían, encontraría el modo para llevarme a Ana, ella era una pieza importante que no iba a perder y mucho menos dejar a la deriva, arriesgándome a que alguien más diera con su paradero y descubriera quien era en realidad.

Salí del despacho y mi mirada la atrapó la mujer que yacía apoyada frente a un espejo que servía de adorno sobre la pared pintada de blanco. Sus ojos denotaban dolor e impotencia, me miró con recelo y miedo, tenía un hermoso rostro pequeño, conformado por facciones dulces y bonita. Parecía un ángel envuelto en las llamas del infierno, lo que la volvía más interesante y atractiva, una joya que me pertenecería.

—Será como tú digas —oí la respuesta de Nájera—, Ana será tuya.

Sonreí para mis adentros sin quitarle la mirada de encima a Ana. Apartó la mirada de mí y la posó en sus padres, destilando odio puro, sus pequeñas manos estaban apretadas en puño, al igual que sus labios.

—Vendré mañana por ella, para que pueda despedirse o lo que sea que vaya a hacer. No me interesa, solo la quiero en la puerta de la casa al medio día.

—Por supuesto, así será —dijo Flor.

No esperé escuchar más, le lancé una última mirada a Ana, luego abandoné la casa de Nájera. Mi chofer mantenía la puerta del auto abierta para mí y enseguida subí mientras una sonrisa genuina surcaba mis labios.

Ana Nájera pronto sería mi esposa y el arma más poderosa que tendría en mis manos. 

Matices del corazón ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora