Ana
No pude derramar una sola lágrima, ya no. Así como tampoco logré conciliar el sueño. Todo lo que aconteció por la noche no me dejaba en paz, el recuerdo de David hacía estragos mi corazón y lo que Sebastián hizo conmigo sobre su escritorio me provocaba uno y mil estremecimientos.
Lo odiaba, lo odiaba por haberme hecho sentir tanto, él tuvo el poder de deshacerme en sus brazos, me entregué casi voluntariamente y era algo con lo cual me negaba a lidiar. Me avergonzaba y no era capaz de sostenerle la mirada, lo que restó de la noche no hice más que esquivar sus ojos y centrarme en saludar como si nada pasara.
Debo mencionar que las personas reunidas eran muy diferentes a las que solía encontrarme en las cenas o bailes a los que debía asistir con mi padre. Anoche todos se portaron amables conmigo, no recibí miradas hostiles, solo sonrisas y halagos, lo que aminoró mi incomodidad y me ayudó a sobrellevar las horas.
De David no supe nada más, al parecer debió marcharse, yo también lo habría hecho después de todo lo que pasó. Aun tenía unas cuantas cosas que decirle a Sebastián, pero eso lo haría más tarde, ya que mi mente estuviera despabilada y tranquila. Me debía muchas explicaciones y aunque corría el riesgo de que me mandara al diablo, lo enfrentaría.
Lo que me dejó tranquila la noche anterior fue que mis padres no estuvieron presentes. Sebastián no los invitó y en silencio le agradecí por ello, sinceramente nadie preguntó por ellos, sin duda no eran importantes.
Dejé el cepillo sobre el tocador y me di una última mirada en el espejo. Era medio día y acababa de tomar un baño; me peiné, maquillé y vestí correctamente, ya que los padres de Sebastián seguían en la casa, sin contar con que estaba acostumbrada a estar siempre arreglada. Una mala costumbre que adopté gracias a mi padre, ya que llegaba con sus socios o futuros socios a casa y requería mi presencia como si fuese una dama de compañía para ellos.
Solía hacerlo sin avisar y por ello a toda hora debía estar disponible y presentable para hombres que solo se sobrepasaban conmigo, tocándome de forma indebida mientras que yo les sonreía como si estuviese contenta de tener sus asquerosas manos colándose entre la tela de mi vestido.
Negué para ahuyentar esos malos recuerdos y me incorporé para salir rumbo al comedor, sin embargo, la puerta se abrió y trastabillé al ver a David entrar como si nada. Él llevaba su cabello bien peinado, su rostro recién afeitado y vestía casual. Cerró la puerta y se quedó un momento apoyado contra ella con un aire imperturbable, a la vez que yo titubeaba antes de mencionar una palabra.
—No pude dormir —dijo sereno.
—Yo tampoco —musité. Suspiró y agachó la cabeza un instante.
—Anoche vi lo que te hizo —confesó. Contuve el aliento—. El bastardo sabía que yo estaba viéndolos. Lo hizo para restregarme en la cara que le perteneces.
Se apartó de la puerta y esquivé su mirada. De nuevo la vergüenza fue parte de mí. Las imágenes de lo que sucedió en el despacho de Sebastián asaltaron mi mente, la manera en que grité, como una vulgar ramera. Dios. Seguramente es lo que David pensaba de mí. Pero después de todo, ¿por qué se quedó mirándonos? Era extraño.
—Tú no querías, él te obligó, así como te está obligando a estar a su lado, ¿no?
—Por favor no comiences con eso de nuevo, deja las cosas así —pedí en voz baja.
De dos zancadas lo tuve delante de mí, me sostuvo de la cintura y su frente descansó sobre la mía. Su aliento fresco me cautivó y quise besarlo como tantas veces lo hice. Sin embargo, no me moví, me mantuve quieta con la sensación de su piel apretándose contra la mía.
ESTÁS LEYENDO
Matices del corazón ©
ChickLitAna tiene un secreto, uno que guarda celosamente. Su vida gira en torno a su pequeña hermana Gabriela, pero eso cambia cuando Sebastián Gallardo irrumpe en su vida. Bajo un trato, ella se ve obligada a contraer matrimonio con él, volviendo del infi...