Ana
Observaba las llamas de las velas bailotear en la oscuridad, formaban sombras que me mantenían ocupada. Sin embargo, por más que luchaba para no oírlos hablar y mantener mis oídos sordos a sus palabras, era inútil.
Ellos estaban decidiendo por mí, lo sabía, pese a que no me hayan dicho nada, no fue necesario. Cuando aquel hombre de mirada imponente y desalmada me miró, lo supe. Incluso cuando su atención en mí fue efímera, lo deduje.
Él había venido aquí por mí y yo no podía hacer nada al respecto.
Elegirían por mí, lo harían como venían haciéndolo desde hace veintidós años; les pertenecía, estaba en sus manos y podían hacer conmigo lo que quisieran sin importarles mis deseos, mis sueños, nada. Así huyera, escapara de ellos para no permitir que me usaran, me encontrarían y me obligarían a seguir su voluntad, siempre.
Levanté la mirada, fijándola ahora en el espejo que descansaba frente a mí. Mis ojos chocolates lucían sin vida, vacuos, resignados. Era como una muñeca, una muñeca que mis padres utilizaban a su antojo, un juguete que servía solo como un simple adorno que podían mover a su voluntad sin que pudiera replicar y tratar de hacer algo al respecto.
Agaché la mirada y dos lágrimas cristalinas cayeron sobre la fina mesa de madera, luciendo como dos bellos diamantes a la luz mortecina de las velas cuando escuché lo que tanto temí que pasaría. Absurdo para mí el haber mantenido la esperanza de que esto no sucedería.
—Bien. Vendré mañana por ella, para que pueda despedirse o lo que sea que vaya a hacer. No me interesa, sólo la quiero en la puerta de la casa al medio día. —Sus palabras sonaron fuertes y demandantes. Una parte de mí se regodeó al imaginar la cara de mi padre, él que odiaba recibir órdenes.
—Por supuesto, así será.
Por el espejo lo vi mirándome, sus ojos atraparon los míos y solo pude diferenciar la frialdad que desprendía. No había calidez, ni un atisbo de algo bueno en él. Era desalmado y tan ruin como mis padres, el hecho de pedirme como un pago decía mucho de su persona. Él también me veía como un objeto a su merced.
No pude respirar tranquila cuando se fue. Y cómo podría con todo lo que se me venía encima.
Enfrenté a mis padres, aunque eso no me ayudara en lo absoluto. Ellos seguían con la vista en la puerta, la misma por donde ese hombre había salido. Luego dirigieron sus gélidos ojos hacia mí, con indiferencia y hostilidad, parecía que se hallaban contentos de que al fin pudieran librarse de mí, me vendían y eso me dolía.
—Ya oíste, despídete de ella y prepara tus cosas —dijo esa mujer que no podía llamar madre.
—Deberías estar feliz —habló mi padre, acercó el cristal a su boca y bebió del vino—. Al fin vas a librarte de nosotros.
Apreté las manos en puño y di un paso al frente con una sonrisa despectiva surcando mis labios.
—Más bien es como dicen por ahí: Será el mismo infierno, sólo que con diferente diablo —aseveré. Ambos estiraron sus labios hacia atrás; ¡Dios! Ellos no sentían nada.
—Tienes razón. Lástima que no puedas hacer nada al respecto —me recordó esa mujer—. Y deberías dejar de perder tiempo, no te queda mucho al lado de ella.
Mis labios se fruncieron. Quería gritarles en la cara, tomarla a ella y largarme de aquí a donde ninguno de esos dos pudiera causarnos daño; pero no tenía dinero, mucho menos a donde ir ni a quien acudir. Estaba sola, completamente sola.
—Dejen que la lleve conmigo, sé que él no se negará, ustedes no la quieren. —Mi madre rio.
—Es nuestra y se quedará aquí. —La impotencia resplandeció en mis ojos.
Negué. Era imposible suplicarles, no cambiarían de opinión, no podría hacer nada, era una pérdida de tiempo.
Di la vuelta y salí de ahí corriendo por las extensas escaleras, sintiendo un peso enorme sobre mis hombros, un peso que me aplastaba día a día y que era más fuerte que yo. Probablemente acabaría conmigo, lo haría.
Al llegar a su habitación abrí la puerta creyendo que se encontraría dormida, pero a diferencia de lo que pensaba, ella estaba sentada en el borde de la cama. Una de sus pequeñas manos se hacía al edredón rosa y Oliver, su adorado peluche, era aprisionado por su brazo libre.
Al verme levantó la cabeza y sonrió sin mostrarse sorprendida, era obvio que me esperaba.—Ana.
Se puso de pie y corrió a mis brazos; me puse de cuclillas y pudo rodearme el cuello con sus delgados brazos. Respiré profundamente su perfume a uva y por primera vez en toda la noche me sentí bien y completa.
—Deberías estar dormida, nena —susurré apretándola contra mi cuerpo.
—No sin tu beso de buenas noches. —Mi corazón dolió.
—Gabi, tengo que hablar contigo —susurré separándome de ella; sus ojos verdes lucían confundidos.
—¿De qué? —Preguntó echando la cabeza hacia un lado.
Me puse de pie y la tomé de la mano llevándola a la cama; me senté sobre ella y luego Gabi lo hizo a mi lado. Apretó con más fuerza a Oliver, ese pequeño mono que tanto quería, curiosa me miró esperando una explicación.
—Me iré de casa mañana.
—¿Por qué? ¿Adonde? ¿Hice algo mal y por eso te vas? No, Ana, prometo no comer más pastel de chocolate ni robar las galletas a Lorena, pero no te vayas. —Me abrazó pegando su cabeza a mi pecho, y me fue inevitable mantener el llanto a raya.
—No, nena, no hiciste nada malo. Es sólo que... Yo..., ¿recuerdas que a Rapunzel la salvó un príncipe de su malvada madre? —Le dije. Ella alzó su cabeza y me miró realmente interesada en lo que estaba diciéndole.
—¿Encontraste un príncipe? —Suspiré. Quizá podría ser un príncipe, pero no el que yo buscaba.
—Sí, él vendrá por mí, así como en tus cuentos.
—¿De verdad? ¿Y te ama mucho? ¿Van a casarse? Te vas a ver bonita con un vestido de princesa, ¡sí! Y yo estaré ahí y arrojaré flores y estaré muy feliz.
—Sí, él me ama y yo a él, y pronto nos casaremos y tú serás mi dama de honor —murmuré riendo con las lágrimas bañándome el rostro.
Veía la inocencia en su mirada, la ilusión que irradiaba; ojalá yo pudiera sentirme igual, ojalá cada palabra que le había dicho fuera totalmente cierta y no una vil mentira para no hacerla sufrir.
—Pero ¿vendrás a verme? —Susurró temerosa.
—Claro que sí, trataré de venir seguido. Solo debes prometerme que te portarás bien con nuestros padres, no quiero que te castiguen. —Ella asintió sin dudar.
—Lo haré, te lo prometo.
—Te amo, Gabi —susurré abrazándola de nuevo.
—También te amo, Ana. Eres la mejor hermana del mundo.
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Matices del corazón ©
ChickLitAna tiene un secreto, uno que guarda celosamente. Su vida gira en torno a su pequeña hermana Gabriela, pero eso cambia cuando Sebastián Gallardo irrumpe en su vida. Bajo un trato, ella se ve obligada a contraer matrimonio con él, volviendo del infi...