Capítulo 7||Crónicas de una bruja y un duende

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4 de octubre

¡Lo voy a matar!

¡¡Lo voy a matar!!

¡¡¡Lo voy a matar!!!

La casa es un cochinero. Digna de un orangután como él.

¿Cómo diablos hace para hacer de esto un basurero en tan poco tiempo?

He limpiado la sala por la mañana y la he encontrado peor que la carreta de un ropavejero —sospecho que incluso está mejor—. Lo hace a propósito. ¡Definitivamente lo hace a propósito!

—¡Despiértate ahora, Luka Gardener!—lo tiro de la cama sin contemplaciones.

Tarda un poco en abrir los ojos. Cuando lo hace, me mira y frunce el ceño con gesto adormilado.

—¡¿Pero qué haces?! —me grita desde el suelo—. No entres a mi habitación. ¡Acosadora!

—Levántate en este instante si no quieres que te lance la aspiradora por la cabeza —lo amenazo, irritada.

—Tengo sueño —intenta volver a meterse en la cama, pero le quito el edredón.

—¡Vamos a hablar ahora, duende! —puntualizo—. ¡Ahora! O te juro que te daré una paliza.

Con eso salgo de la habitación dándole una mirada más de advertencia. Lo escucho soltar un bufido cansino antes de que me siga escaleras abajo.

Espero que se siente mientras por dentro me digo que debo calmarme o terminaré por correrlo de su propia casa. Este chico es experto volviéndome loca.

—Vamos a tener que poner unas cuantas reglas —comienzo—. Número uno, no puedes seguir llenándote de cochinadas como hasta ahora. Héctor dijo que están prohibidas a menos que sea fin de semana —el rubio me mira con una ceja enarcada—. Regla número dos, soy la ama de llaves de esta casa, no tu esclava. No voy a limpiar cada vez que se te antoje. Voy a hacer las cosas puntuales, pero no seré la tonta que arregla tu desastre. Lo ensucias, lo limpias. Mi trabajo comienza a las seis de la mañana y termina después de la cena, así que no me hagas perder la paciencia —ahora mantiene una expresión aburrida que aumenta mi enfado—. Regla número tres, usa tus manos y camina hasta la puerta cuando alguien llegue. La tecnología hace inútiles a las personas y a ti te afecta el doble. No vuelvas a usar el botón para abrir esa puerta —llevo tres días aquí y cada que hace lo mismo mi ansiedad aumenta. No puede continuar igual. Me merezco algo de cortesía.

Aunque esa palabra es demasiado grande e inentendible para el duende que tengo enfrente.

El rubio me mira directo a los ojos por un par de segundos antes de pasar la lengua por sus labios en un gesto pensativo y girar el anillo en su dedo medio —me he fijado que nunca se lo quita—.

—Tú lo has dicho, eres mi ama de llaves. Tu trabajo es limpiar —enarca una ceja—. Lo que como es problema mío. Lo que pienses no importa. Y esta es mi casa, yo abro la puerta como se me da la gana —me sonríe con fingida amabilidad y quiero ahorcarlo.

¿Por qué es tan desesperante? Tengo ganas de golpearlo la mitad del tiempo que lo tengo cerca.

—Limpiaré tu casa, pero mi jefe es Héctor —le respondo—. Y más te vale que entiendas lo que digo porque no pienso tolerar...

—¿Ah, si? Entonces deberías buscar otro empleo porque yo tampoco te tolero —me interrumpe—. No soporto a la gente como tú. ¿Quién crees que eres para decirme lo que debo o no debo hacer?

—Te guste o no también vivo aquí. No puedes hacer lo que quieras.

—Puedo y si no te gusta. Adiós —el hecho de que se aproveche que soy bajita para sonreír de manera pedante desde su altura me frustra.

Amargamente DulceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora