3. Nos enteramos por fin de algo

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—¿Tu

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—¿Tu...?

—Sí, mi querida y anciana madre —afirmó Sirius—. Llevamos un mes intentando bajarla, pero creemos que ha hecho un encantamiento de presencia permanente en la parte de atrás del lienzo. Rápido, vamos abajo antes de que despierten todos otra vez.

—Pero ¿qué hace aquí un retrato de tu madre? —preguntó Harry, desconcertado, mientras salíamos por una puerta del vestíbulo y bajábamos un tramo de estrechos escalones de piedra seguidos de los demás.

—¿No te lo ha dicho nadie? Ésta era la casa de mis padres —respondió Sirius—. Pero yo soy el único Black que queda, de modo que ahora es mía. Se la ofrecí a Dumbledore como cuartel general; es lo único medianamente útil que he podido hacer.

Bajamos hasta el final de la escalera, hasta la puerta que conducía a la cocina del sótano. 

Una vez dentro, se vislumbraba una nube de humo de pipa suspendida en el aire. Habían llevado muchas sillas a la cocina con motivo de la reunión, y estaban colocadas alrededor de una larga mesa de madera cubierta de rollos de pergamino, copas, botellas de vino vacías y un montón de algo que parecían trapos. El señor Weasley y Bill hablaban en voz baja, con las cabezas juntas, en un extremo de la mesa.

La señora Weasley carraspeó. Su marido miró alrededor y se puso en pie de un brinco.

—¡Harry! —exclamó el señor Weasley; fue hacia él para recibirlo y le estrechó la mano con energía—. ¡Cuánto me alegro de verte!

Bill enrolló con precipitación los rollos de pergamino que quedaban encima de la mesa.

—¿Has tenido buen viaje, Harry? —le preguntó Bill mientras intentaba recoger doce rollos a la vez—. ¿Así que Ojoloco no te ha hecho venir por Groenlandia?

—Lo intentó —intervino Tonks; fue hacia Bill con aire resuelto para ayudarlo a recoger, y de inmediato tiró una vela sobre el último trozo de pergamino—. ¡Oh, no! Lo siento...

—Dame, querida —dijo la señora Weasley con exasperación, y reparó el pergamino con una sacudida de su varita. Se lo entregó a Bill, que ya iba muy cargado—. Estas cosas hay que recogerlas enseguida al final de las reuniones —le espetó, y luego fue hacia un viejo aparador del que empezó a sacar platos.

Bill sacó su varita, murmuró: «¡Evanesco!» y los pergaminos desaparecieron.

—Siéntate, Harry —dijo Sirius—. Ya conoces a Mundungus, ¿verdad?

Miré a Mundungus Fletcher, que parecía haberse quedado dormido durante la reunión. Emitió un prolongado y profundo ronquido y despertó con un respingo.

—¿Alguien ha pronunciado mi nombre? —masculló Mundungus, adormilado—. Estoy de acuerdo con Sirius... —Levantó una mano sumamente mugrienta, como si estuviera emitiendo un voto, y miró a su alrededor con los enrojecidos ojos desenfocados.

HOPE: LA BATALLA DE MANHATTAN (IV)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora