10. Descanso de lujo

58 4 1
                                    

Se trataba de Annabeth. Así que le pedimos a Will Solace, de Apolo, que nos acompañara al hotel Plaza. Percy y Will cogieron una moto de la calle, esta vez yo cogí otra. Nunca había conducido una moto, pero sería mejor que ir los tres en la misma. Además, no sería tan difícil, ¿no?

Me costó un poco controlar las velocidades y varias veces estuve a punto de caer, pero conseguí no perder de vista a Percy y Will que iban por delante de mi. Si hubiera policías despiertos, ya nos hubieran parado y no solo por nuestra edad, si no que conducíamos mucho más rápido de lo que deberíamos.

Por el camino vi un montón de pedestales de estatuas vacíos. El plan veintitrés. Mientras supieran a quien debían atacar, todo debía ir bien, supuse.

Nos costó unos cinco minutos llegar al Plaza: un hotel anticuado de piedra blanca, con un tejado azul a varias aguas, en la esquina sudeste de Central Park. No es que fuera el mejor sitio para montar el cuartel general, pero estaba bien. Cuando bajábamos de las motos, la estatua que había en lo alto de la fuente nos gritó:

—¡Ah, perfecto! ¡Y supongo que también querréis que vigile las motos!

Era una estatua de bronce de tamaño natural encaramada en una cazoleta de granito. No llevaba más que una sábana de bronce alrededor de las piernas y sujetaba en sus manos una cesta de fruta metálica.

—¿Se supone que eres Deméter? —preguntó Percy

Una manzana de bronce pasó rozándole la cabeza.

—Creo que es Pomona, la diosa romana de la abundancia —dije

Temí que me lanzara otra fruta pero la estatua pareció complacida.

—¡Alguien que me reconoce! A casi todo el mundo le tienen sin cuidado los dioses menores. ¡Si os importáramos un poco más los dioses menores, no estaríais perdiendo esta guerra! ¡Tres hurras por Morfeo y Hécate!

—Vigílanos las motos —le pidió Percy

Pomona soltó una maldición en latín y nos arrojó unas cuantas frutas más mientras corríamos hacia el hotel.

Nunca había estado en el Plaza. El vestíbulo resultaba impresionante con sus arañas de cristal y todos aquellos ricos desmayados. Un par de cazadoras nos señalaron los ascensores y subimos a las suites del ático.

Los semidioses se habían adueñado de las plantas superiores. Había campistas y cazadoras tirados por los sofás, lavándose en los baños, arrancando colgaduras de seda para vendarse las héridas y sirviéndose con todo desparpajo refrescos y aperitivos de los minibares. Un par de lobos bebían directamente del vater. Todos parecían hechos polvo. Imaginé que nosotros tampoco teníamos mucho mejor aspecto.

—¡Percy! —dijo Jake Mason—. ¡Estamos recibiendo informes...!

—Luego —lo cortó Percy—. ¿Dónde está Annabeth?

—En la terraza. Está viva, chico, pero...

Percy lo apartó de un empujón y corrió hacia allí.

—Mierda, Percy, espera.

Eché a correr tras él. Él no era el único que quería saber como estaba Annabeth. Era mi hermana, mi mejor amiga, la persona que más había estado para mí desde que tenía seis años.

Annabeth se encontraba tendida sobre una tumbona, con la cara pálida y perlada de sudor. Estaba cubierta de mantas, pero tiritaba. Silena le secaba la frente con un paño frío.

Nos abrimos paso entre la aglomeración de campistas de mi cabaña. Will se apresuró a quitarle los vendajes a Annabeth para examinarle la herida. La hemorragia había cesado, pero el corte parecía muy profundo y la piel de alrededor tenía un espantoso tono verde. Hice una mueca, pero no me aparte.

HOPE: LA BATALLA DE MANHATTAN (IV)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora